El cuerpo del hijo

5

María había tenido que quedarse un día más en el hospital bajo vigilancia médica; estaba demasiado alterada para dejarla ir. Sedada y aturdida, le rogó, le imploró a su marido que buscara a Beltrán. Lorenzo le había dicho que sí a todo, sí lo buscaría, sí se enfrentaría con los médicos y las enfermeras, sí iría a la policía.

Pero no hizo nada; más que hablar con el doctor Carriego. Necesitaba que le diera una explicación.

—No se preocupe, Lorenzo —le había dicho el médico en tono paternal—, es normal que María se sienta así. Algunas mujeres se niegan a creer que su hijo ha muerto, no es fácil para ellas aceptarlo. Pero nosotros la ayudaremos, le hace falta descanso. No olvide que ha pasado por un embarazo casi completo y luego un parto muy delicado... Sólo es cuestión de que pueda relajarse un poco; luego, con asistencia psicológica lo superará, estoy seguro. Ustedes son muy jóvenes aún, podrán tener muchos hijos; porque esto fue, como ya le dije, un imprevisto, desafortunado y lamentable. Pero más común de lo que uno cree. María tuvo un buen embarazo hasta este...fatídico final. Para el próximo ya estaremos alertas y la mantendremos en reposo absoluto durante el último trimestre.

De acuerdo a la explicación que le había dado el galeno, el cordón umbilical había pasado por delante del bebé y había provocado que se ahogara dentro del vientre materno. Se había asfixiado.

—Pero ella lo escuchó llorar—, había protestado él, con angustia.

—No se olvide que su esposa no estaba consciente. Estaría soñando. Muchas mujeres lo hacen durante la cesárea. El subconsciente sabe que está dando a luz, entonces crea imágenes o sonidos que desea, con todo su corazón, escuchar.

Lo había convencido. Hasta era lógico que María asegurara que el bebé que le habían entregado no era el suyo. Estaba en shock«Fase de negación», había señalado el doctor.

—¿Pueden darme una prueba de ADN? preguntó—. Tal vez de esa forma se convenza...

—Por supuesto, ya mismo ordeno que lo hagan y que le den una copia.

—Muchas gracias, doctor.

Por supuesto, María tiró el papel a un costado en cuanto su marido se lo mostró. Le importaba tres velines lo que estuviera escrito. Ése no era su bebé y punto. Ella lo sabía. Ella lo había escuchado, lo había olido. Lo había visto. Vivo.

Mientras se vestía, en aquella subterránea habitación de hospital, su rostro se había contraído, lucía enjuto, recio. No quería hablar ni siquiera con Lorenzo.

Lo que tenía eran ganas de gritar como una loca para expulsar toda su rabia, todo su dolor, pero si lo hacía, sólo conseguiría que volvieran a meterle más sedantes en el cuerpo y la pusieran a dormir un día más. Y ya tenía bastante de todo eso. Si quería encontrar a Beltrán tenía que salir de allí, donde la consideraban loca. Una pobre madre que no aceptaba su dolor. ¿Qué saben ellos? ¡Hasta Lorenzo se lo había creído, maldita sea!

Una enfermera trajo una silla de ruedas y ella se sentó con fingida mansedumbre, le dolía el vientre, le dolía la herida, pero no dijo nada. Le dolía más el alma. Ni una palabra salió de su boca. Su rostro estaba rígido y sus pupilas secas, fijas en un sólo objetivo. Averiguar qué pasó con su hijo.

Lorenzo se percató, recién al llegar a casa, que habían pasado dos días. Dos largos días en los que no se había aseado ni afeitado y apenas había comido. María estaba tan demacrada como él.

Al entrar se sintió vacío, lejano, como si fuera de otros esa historia. Como si esa propiedad y todo lo que contenía, no les perteneciera. Arriba, una ventana o una puerta, se golpeaba. Se había levantado algo de viento al atardecer. María no sabía ni en qué día vivía, tampoco le importaba. Miró el ventanal que daba al patio y recién entonces cayó en cuenta que había entrado la noche. El recuerdo del trayecto hasta allí se le tornaba nebuloso, su cerebro se había mantenido ocupado en cosas más importantes que el paisaje de Buenos Aires. Había viajado con la cabeza gacha. La alfombrilla de goma negra, del piso del taxi, con dibujo de cruces sí que la recordaba.

—¿Querés darte una ducha? —preguntó el muchacho. Ella asintió con la cabeza.

—Bueno, te acompaño arriba y después voy hasta la pizzería, así comemos algo ¿querés?

María encogió los hombros.

—No hace falta que me acompañes —dijo—. Puedo subir sola.

—¿Estás segura?

Ella volvió a asentir con un deje de ternura en la mirada tristísima y sonrió apenas. Fue suficiente para Lorenzo, que ansiaba ver un atisbo de mejora aunque sabía que era demasiado pronto. La besó en la frente y la apretó contra su cuerpo. Ella se quedó inmóvil, escuchando el golpeteo de la ventana. O de la puerta. Estaba segura que provenía de la habitación de Beltrán.

—Voy a cerrar esa ventana —anunció él.

—No, dejá que yo lo hago. Andá a comprar la pizza.

Lorenzo dudó unos segundos.

—Bueno.

No quería contradecirla. Tal vez necesitaba estar sola. Palpó sus bolsillos y salió. Tendría que pasar por el cajero automático o pagar con tarjeta, pero no estaba seguro de cuánto crédito quedaba en ella. Era preferible ir hasta la avenida y sacar efectivo, de paso, podría pedir el saldo, aunque temía que en esa cuenta tampoco hubiera demasiado. Los gastos habían sido mayores de lo que había imaginado. La funeraria, a la que había asistido en la mañana, le había pasado unos precios exorbitantes pero le había prometido a María —entre tantas cosas—, un funeral digno para el niño. Éso, al menos, se lo cumpliría. El entierro sería al día siguiente, en Chacarita, a las once de la mañana. Suspiró y secó un par de lágrimas con el dorso de la mano. 

*

Cuando quedó sola, María sintió un tremendo tirón en la herida. Vio encendida la luz en la habitación de Beltrán. Entonces recordó que Lorenzo la había olvidado así cuando se había marchado a su trabajo, la última vez que estuvo allí. ¿Su marido no había regresado para nada a la casa?




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