El cuerpo del hijo

7

—El cableado está perfecto —dijo Valentino ensortijando aún más sus rizos dorados. María lo miraba desde la puerta del cuarto con el vaso en la mano. Le había llevado agua fresca pero fue tal la impresión que sintió al verlo que se quedó estática, de pie en la puerta de su propia habitación. El hermano de Yaco había ido por fin a verificar la instalación eléctrica. Era un muchacho muy joven, «demasiado», pensó María; de rostro amable y aniñado, suave. Su marido la observó desde el centro del dormitorio, donde sostenía (por las dudas) la escalera a la que se había encaramado el muchacho.

—¿Le vas a dar el agua? —le preguntó al ver que no se decidía.

Ella bajó la vista, como si no comprendiera lo que le estaba diciendo.

—¡Sí, sí, claro! ¡Perdón! —se disculpó, acercándose a la escalera.

Valentino se inclinó con una sonrisa y tomó el vaso de sus manos. María reparó por primera vez en sus ojos. Eran de un celeste sumamente claro y transmitían algo extraño.«Paz» , pensó y sonrió brevemente.

El muchacho había llegado hora y media antes, mientras ella estaba aún en la ducha. Lorenzo le había hecho revisar la instalación de la planta baja para darle tiempo a que se vistiese.

Cuando bajó, estaban en el patio revisando la caja de fusibles. Saludó al electricista tímidamente con la mano, a través de la ventana de la cocina. Luego, subieron al dormitorio principal para verificar el ventilador de techo.

—Gracias —dijo el joven, devolviéndole el vaso.

—¿Querés más?

—No, por ahora estoy bien. —Valentino sonrió y a María le pareció que así debían verse los ángeles del cielo. Hasta vestía una camisola blanca, suelta, que tapaba la parte superior de sus jeans. «Solo le faltan las alas», pensó al apartarse de la escalera.

—¡Algo debe haber! —insistía Lorenzo—. ¡El ventilador y las luces parecen tener vida propia, se encienden y se apagan cuando quieren, no cuando accionamos las llaves!

—Acá todo está bien — confirmó el muchacho—. En la caja de afuera nada indica que haya algo en corto. Ahora voy a revisar el resto de la casa.

María, que había estado a punto de descender a la planta baja, se detuvo. Regresó lentamente sobre sus pasos con el vaso vacío en la mano.

—¿Va a revisar la habitación de Beltrán? —le preguntó a su esposo con un hilo de voz.

—Sí, mi amor —respondió él con dulzura—, tenemos que ver qué pasa.

La muchacha levantó la vista hacia el chico que la miraba con cierta dulce curiosidad.

—¿Podrás instalar el ventilador?

—María... —Lorenzo estuvo a punto de protestar, pero la mirada suplicante de su esposa lo acalló.

 —Sí, sí, por supuesto —contestó Valentino.

La joven asintió con la cabeza y se marchó a la planta baja con pasos lentos.

Habían pasado cinco días desde que perdiera a Beltrán y ese era el primero en el que Lorenzo se tomaba descanso. Era domingo, hacía calor; un calor intenso, pegajoso, como si el cielo estuviera preparando un temporal de esos veraniegos, de lluvia copiosa con gotas gruesas, que se desploman durante casi todo el día para amanecer al otro con un sol radiante y con más calor. «Típico de estas fechas», pensó María que esperaba, con más dolor que nunca, las fiestas de Navidad y Año nuevo.

Ya había pasado el día ocho y el arbolito, que con tanta ilusión habían comprado el mes anterior, estaba arrumbado en un rincón del placard junto con las borlas y las guirnaldas, metidas en una bolsa. ¡Qué ganas de tirar todo a la basura! La tradición, según Lorenzo, era que cada siete años, había que regalar el árbol viejo y comprar uno nuevo, con adornos y todo. «Trae suerte», le había dicho.

—¡Suerte de mierda! —farfulló al pisar el último escalón.

La herida había sanado más rápido de lo que hubiera pensado. Finalmente había terminado de atenderse en el CESAC¹ de la otra cuadra. No quiso volver a ese hospital. De momento. Pero lo haría cuando tuviera las fuerzas suficientes. ¡Oh, sí, claro que lo haría!

El ronroneo del timbre la hizo girar. Miró el reloj de la cocina mientras apoyaba con cuidado el vaso dentro de la pileta. Eran las doce y media del mediodía; por la ventana vislumbró el cielo, que se había vuelto gris oscuro. Caminó sin prisa hacia la puerta, levantó los ojos y vio a Lorenzo asomado, sin duda para cerciorarse que ella había escuchado el timbre. «Lorenzo cree que estoy loca», se dijo.

Al abrir se encontró con el rostro compungido de su vecina.

—¡Raquel! 

La mujer avanzó un paso y la abrazó ligeramente.

—¡Acabamos de llegar! Tuvimos que viajar de urgencia y no pudimos.... ¡Oh, Dios!, ¿cómo están? ¿Cómo estás vos?

—Bien, bien— pronunció con voz neutra, apartándose para que entrara—. ¿Y Pancho?

—Está bajando las cosas del auto...es que, no queremos molestar tanto, nos pareció que era mejor que viniera yo sola primero...

Raquel acariciaba su brazo y la miraba con pena.

—¿Querés un...vaso de gaseosa, jugo, agua?—invitó la dueña de casa.

—Mate. ¿Tomamos unos mates?

Asintió con una sonrisa débil. Sentía alivio al tener a Raquel otra vez cerca, pero no tenía ganas de hablar de lo sucedido. La mujer, que pareció comprender, la tomó del brazo y caminaron juntas hasta la cocina. Raquel la obligó a sentarse a la mesa mientras ella se disponía a preparar todo.

 —¿Está Lorenzo? —preguntó al escuchar voces en la planta superior.

—Sí. Está con un electricista revisando los cables de la casa...

—¡Ah, cierto que había problemas..! Bueno, seguro que ahora va a andar todo bien.

—El pibe dice que no hay ningún desperfecto.

Raquel hizo gesto de no tener idea mientras, con una cucharita, sacaba la yerba vieja del mate y la volcaba en el tacho de basura.

—Por ahí es la humedad —dijo—, en casa a veces pasa que la luz chisporrotea un poco y se termina apagando o se vuelve a encender.




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