El cuerpo del hijo

8

No tenía la certeza si lo que la había despertado había sido el estruendo de un rayo o había sido otra cosa. Eran tantos los sonidos que escuchaba o creía escuchar a diario que, apenas abiertos los ojos y a oscuras aún, no podía estar segura. 

La respiración pausada de Lorenzo, a su lado, la tranquilizó. Pero le era indispensable orinar y tomar agua, tenía la boca pastosa y amarga. Se  mantuvo unos segundos muy quieta para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, no quería despertar a su marido. Se levantó lentamente y caminó en penumbras hasta el baño. Allí sí, encendió la luz y tomó consciencia de que llovía. Llovía mucho. Fuerte, pesado. Con relámpagos y truenos.

Sentada en el inodoro observó que la puerta del baño, que había dejado entreabierta, se abría todavía más, con lentitud, empujada tal vez por alguna ráfaga de viento que llegaría desde alguna de las ventanas que habría olvidado cerrar. Debería ir a hacerlo o algún lugar de la casa amanecería inundado. La cocina solía llenarse de agua si la lluvia venía del noreste. Casi todos los diciembres eran igual. Había refrescado considerablemente.

Abrió luego la canilla del lavabo con intención de beber unos sorbos de agua, lo necesitaba imperiosamente. No se atrevía a levantar sus ojos hacia el espejo, tal había sido la impresión que le había quedado del día aquel, en el que, estaba segura, había visto algo, una silueta, una sombra, en el cristal. 

Tampoco había querido encender la luz del cuarto de baño, por lo que no podía asegurar si el agua estaba saliendo de color marrón o sólo era un efecto de la semioscuridad en la que se hallaba. Hizo cuenco con su mano y lo acercó a su boca, el olor ferroso que emanaba la  dejó estupefacta. Abrió los dedos y el líquido se escurrió con blandura, era espeso, como un ungüento rebajado; gelatinoso, como sangre estacionada. Levantó la cabeza sin pensar y se encontró con el espejo,  otra vez frente a ella. Con alivio, lo único que vió fue su imagen. Estiró la mano para encender la luz, necesitaba terminar de despertarse porque seguramente todo ello era parte de un mal sueño. 

Suspiró. Y antes que sus dedos alcanzaran la perilla, una corriente eléctrica se deslizó por su brazo y le obligó a retraerlo como si algo hubiera estado a punto de quemarla.  

—Shhh

No había vuelto a escuchar ese sonido desde el día posterior a su salida del hospital. ¿Sería el viento? Con cierto temor pero también con curiosidad y el corazón saltando dentro de su pecho, levantó lentamente la vista otra vez. Sí. Allí estaba. El calvo de rostro afilado parecía sonreír apenas. Sus ojos se clavaron, hipnotizados, en la imagen incorpórea que desapareció en cuanto la voz de su marido asomó por el pasillo.

—¿María?

—¡Estoy en el baño, estoy bien! Ya voy—contestó.

Como para salir de dudas, volvió a abrir la canilla, el agua salía tan limpia e inodora como siempre,  pero ya no se atrevió a beber de ella. 

Salió del cuarto con la respiración agitada. Miró hacia la habitación de Beltrán, la ventana estaba cerrada.

—Voy abajo, a tomar agua —le dijo a Lorenzo que ya se había acostado nuevamente. El muchacho asintió, se colocó boca abajo y metió los brazos debajo de la almohada. Su posición preferida para dormir. 

María bajó los escalones con temor, aunque una parte de ella deseaba sentir otra vez  esa presencia que sabía, estaba acompañándola. «Si hubiera querido hacerme daño, ya lo hubiera hecho», pensó. 

Al bajar del último escalón le llamó la atención la blandura del piso de la sala, su tibieza. No parecía el frío mosaico de la casa, parecía tierra o césped. Miró hacia abajo. Eran los mismos mosaicos claros de siempre, pero no se sentían fríos. 

Caminó hasta la cocina y al asomarse  quedó petrificada. 

Aquella caja de cartón que había encontrado días atrás y que había olvidado por completo, estaba sobre la mesa. ¿La habría encontrado Lorenzo y no había dicho nada? ¿Era de él? Debajo estaba el sobre con los certificados del hospital. 

Afuera la lluvia estaba enfurecida. Las ventanas estaban todas cerradas. Sin embargo, un hilo de aire frío la rondaba, le acariciaba el cuello, le rozaba los brazos, la tranquilizaba. La tortura era no  poder contarle a nadie o la tomarían por loca. 

Shhh

Sacó una botella de agua de la heladera y tomó un vaso de la rejilla. Lo llenó y lo bebió completo, ¡necesitaba tanto sentir ese líquido fresco correr por su garganta! Suspiró, cerró la puerta y encendió la luz. 

Se sentó y, no sin cierto temor, mirando hacia uno y otro lado, se abocó a revisar fotos y papeles  otra vez.

 

*

 

Lorenzo la miró con rostro contrito. 

—¿No dormiste? —le preguntó al tiempo que dejaba un beso en su frente.  

La muchacha levantó la cabeza y recién entonces se percató de que ya había amanecido y que su marido se había levantado.

—Sí, sí, dormí un rato... Después me desvelé y me puse a revisar esto... ¿Estas fotos son tuyas?

Lorenzo, que aún estaba descalzo, en bóxers y remera, bostezó mientras cargaba la pava para tomar mate, la miró de costado y negó con la cabeza.

—No —dijo, después de cerrar la boca—, esa caja estaba acá cuando llegamos. Me acuerdo que la metí en el placard de la pieza de adelante para después preguntarte a vos y me olvidé. ¿Qué hay?

—Fotos viejas, no sé quiénes son. Y estuve estudiando los papeles que te dieron en el hospital...

Lorenzo frunció el entrecejo mientras limpiaba el mate. «¿Otra vez con lo mismo?» estuvo a punto de preguntar, pero prefirió callar.

—En estos papeles hay unos signos —continuó María, muy concentrada—, al principio pensé que sería algún defecto de la computadora, o de la máquina donde se imprimieron, pero luego me di cuenta de algo, vení, mirá.

El joven dejó el mate y se acercó, resignado. Estaba cansado de que su mujer no aceptara la muerte de su hijo.




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