El cuerpo del hijo

10

—¡Lo sabía! —exclamó María, exaltada.

—¿Qué sabías? —preguntó su marido con preocupación.

La joven dudó unos momentos y, levantando los hombros, respondió.

—Nada exactamente, pero ese chico era especial...

—¿De qué hablás, María? ¡Por Dios Santo! ¡Ese tipo era un ladrón! ¡Y de los peores! ¡Alguien que vino a estudiar la casa para ver si era factible asaltarla después! ¡Tenemos que tener mucho cuidado!

La chica lanzó una carcajada histérica.

—¡Quedate tranquilo, Loren! ¡Que si vinieron a ver si podían robar algo, ya se dieron cuenta que no tenemos nada! —Torció los labios y miró pensativa a su esposo—. No, ese chico no era un ladrón —agregó con seguridad—. ¿Estamos retrasados con el alquiler?

—¿Qué? —¿Qué tenía que ver el alquiler, pensó el muchacho, con lo que estaban hablando?

—Hablé con Cuevas, hoy —repuso ella, fijando sus ojos enormes en los pequeños bolillos de su marido, que la miraban con algo de susto.

—¿Llamó? —preguntó él con un hilo de voz.

María pensó unos segundos antes de responder. Si le contaba que lo había llamado ella, tendría que contarle también el motivo. Entonces, su esposo volvería a pensar, o confirmaría, que se había vuelto loca. Tal vez tenga razón, pensó. Y contestó, desviando su atención hacia el ventanal desde donde se veía caer la lluvia, ya en forma más fina:

—Dijo que no nos preocupemos, que nos da unos días más.

Lorenzo mostró un aire preocupado; debía ser más cuidadoso con su mujer; por momentos olvidaba que su psiquis aún era frágil.

—María, vos entendés la gravedad del asunto ¿no? —preguntó con suavidad.

—¿Del alquiler?

—¡No! ¡Del tal Valentín ese, que vino! —Ante la mirada de asombro de su esposa, bajó un poco el tono de voz—. ¡Se metió en nuestra casa y se hizo pasar por el hermano de Yaco!

—Bah, no te preocupes por él —repuso ella con indiferencia, levantándose para ir a ver la comida que había dejado en el fuego.

Lorenzo había llegado momentos antes; después de haber hecho dos turnos en el restaurante y haber pasado el día entero cargado de preocupación, llamando a su esposa, enviándole mensajes y pidiéndole que no abriera la puerta a nadie. Que se asegurara que todo estuviera cerrado y que tuviera mucho cuidado.

Pero a ella no le había preocupado el asunto; se había sentido segura en su hogar. Había estado anotando los datos que encontró en internet acerca de los dueños anteriores de la propiedad e informándose acerca de su trágico final. Por alguna razón que escapaba a su raciocinio, se sentía segura dentro de esa casa, con esa sombra o cosa, que la visitaba cada vez que estaba sola.

Y saber que Valentín no era, en realidad, el hermano de Yaco, lejos de asustarla, le confirmó algo que había sentido al verlo: el joven no había aparecido por casualidad, ni para hacerles daño. Todo lo contrario. Había llegado para ayudarlos. Pero ¿cómo hacerle entender eso a Lorenzo sin que él siguiera mirándola con ojos de pena, pensando que se había vuelto totalmente loca?

María probó el guiso que había cocinado, le supo exquisito. «Nunca he cocinado tan rico», pensó con una ligera sonrisa mientras intentaba recordar qué condimento diferente habría usado sin darse cuenta.

—¿De dónde conocés a ese chico? —La voz de su marido la sacó de sus pensamientos. Giró la cabeza y lo vio recargado en el marco de la puerta de la cocina, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. ¡Era tan hermoso, su negrito! Era tanta la dulzura que rezumaba ese rostro delgado, anguloso, indio; que sonrió, conmovida. Sin duda, los celos le sentaban muy bien.

—¡No lo conozco, Lorenzo! —le aseguró con ternura al tiempo que apagaba la hornalla—, pero tengo una buena corazonada con él. No vino a hacernos daño.

Lorenzo apretó los labios y suspiró con resignación. Era tan evidente que María no estaba bien de la cabeza, que dolía. Demasiado. Volvió a preguntarse cómo la convencería para que visitara a un psicólogo. Como si hubiese adivinado sus pensamientos, la chica agregó:

—No estoy loca, Lorenzo. De verdad no lo estoy. Hay algo que siento aquí dentro. —Hundió los cinco dedos de su mano en el pecho y su voz se quebró—. Que me dice... No. Que me asegura y me grita, que Beltrán está vivo. Y que lo vamos a encontrar. Pero no sin luchar. No sin pelear, aunque todavía no sé muy bien contra qué. Necesito que me creas, necesito que me ayudes...

Al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Dolía tanto oír esa voz rota! Caminó lentamente hacia ella y la abrazó con toda la fuerza que pudo, le besó el cabello y acarició su espalda huesuda. Había adelgazado muchísimo en esos últimos días.

Después de algunos mimos, besos y más llanto, tendieron la mesa y se sentaron a cenar. De a poco, María se atrevió a contarle, al menos, lo más tangible: lo concerniente a la caja de fotos, a los dueños anteriores de la propiedad, el asesinato y que había sido ella, en realidad, quien había llamado al señor Cuevas, algo que tranquilizó bastante al pobre muchacho, que sentía la culpa del retraso en el pago y temía que el hombre anduviera haciendo reclamos.

Lo que María no le contó a su marido fue que el patito de goma que, juntos, habían llevado al cementerio y que habían depositado sobre la tumba de ese pobre niño, había aparecido de nuevo en el cuarto de su bebé. Ni de la sombra que la acompañaba. Ni de los siseos, ni del móvil que comenzaba a girar sin que nadie lo encendiera. Ni de la cuna tibia y destendida cada mañana.

—Hagamos algo —propuso finalmente Lorenzo, una vez que su esposa hubo terminado de hablar. María fijó sus ojos marrones en los de su marido—, yo no puedo dejar de trabajar porque estamos con los números en rojo y tenemos que remontar esta situación. Pero vos averiguá lo más que puedas sobre esa familia, los dueños anteriores, en internet. Si encontrás a quién llevarle la caja de fotos y hacerle las preguntas que quieras, el próximo lunes, que voy a tener el día libre, vamos juntos. Si es que viven cerca, claro. Si viven más lejos, vemos cómo se la mandamos.




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