El cuerpo del hijo

18

Tal como lo había supuesto, los días festivos fueron un bálsamo para la tensa relación que mantenía desde hacía un tiempo con su primo Bruno quien, ni bien terminó su horario de trabajo, subió a un remise y apareció uniformado y con la misma sonrisa de siempre. Fue nada más verse, que se abrazaron con fuerza. 

—¡Estás más grandote! —expresó Lorenzo con cierta turbación.

Bruno le regaló su amplia sonrisa.

—Y vos más chiquitito. ¿Estás más flaco o me parece?

—Sí, puede ser. Bruno...perdoname por...

—Olvidate. Es agua pasada. Te quise obligar a hacer algo que no querías. 

—Querías lo mejor para mí...

—Y me equivoqué, ¿cierto?

—No sé, la verdad —Lorenzo esbozó una sonrisa triste—. Terminé siendo mozo en un restaurante...

Bruno movió la cabeza negando y sonriendo a la vez.  Había intentado convencerlo primero, obligarlo después, a unirse a la fuerza, tal como lo hiciera él mismo. Pero su primo menor no había querido saber nada y habían terminado en una discusión sin sentido que los mantuvo distanciados los últimos años. 

Conversaron un rato y luego, en pocas palabras, aprovechando que María había salido con Dinorah a hacer unas compras, Lorenzo lo puso al tanto de lo que ocurría.

—No sé qué hacer —se lamentó—. Por momentos creo que María se ha vuelto loca y en otros...no sé. Llamé a una amiga suya para que la acompañara mientras voy a trabajar, no me animo a dejarla sola. Ahora salieron, para que tome un poco de aire y se distraiga.

—¿Qué amiga? ¿No me dijiste alguna vez que no tenía amigas?

—Dinorah. Se crió con ella en el internado. Después medio que se separaron por cosas de la vida, como nosotros... Bueno, no viene al  caso. Bruno, necesito que me ayudes.

—Haré lo que pueda —respondió el primo—. Pero tené en cuenta que no soy psicólogo.

Lorenzo se rascó con nerviosismo la cabeza y sacó las fotografías para contarle la otra parte de la historia. Eligió unas cuantas y se las guardó en el bolsillo.

—Acompañame a pagar el alquiler. En el camino  te explico. ¿Hasta cuándo te podés quedar?

—Hoy y mañana son mis días libres. 

—¡Bien! Entonces vamos a hacer todo lo que podamos. Primero que nada, vamos a lo de Cuevas. ¿Querés cambiarte antes?

Bruno dudó un segundo; luego negó con la cabeza. Hacía calor y le hubiese gustado mudar de ropa pero, de hacerlo, tendría que dejar el uniforme completo en la casa, lo que implicaba dejar también el arma. Y, con lo que acababa de contarle Lorenzo, prefirió no hacerlo, al menos por el momento.

Después de enviarle un mensaje a María contándole de la llegada de Bruno y que pagaría ¡por fin! el alquiler, salieron. 

Ninguno de los dos  se percató de la sombra que  se reflejaba sobre el rectángulo donde antes había habido una piscina. La de un hombre de rodillas, que sollozaba amargamente.

*

A Lorenzo  le pareció que el señor Cuevas estaba un poco ebrio cuando los recibió. Sus ojos chispeaban alegremente y al saludarlos, largó una risa un tanto desencajada.

—¡Lorenzo Centeno! ¿Cómo estás, muchacho? —gritó palmeando su hombro. Era un hombre robusto y fuerte que medía al menos una cabeza más que su inquilino.

—Bien, don Rodolfo —respondió, incómodo. Cuevas nunca se había mostrado tan efusivo con él—. ¡Feliz Navidad!

—¡Felicidades para vos también! Pasá. Y ¿para qué trajiste a la policía?  —El hombre parpadeaba intentando enfocar a Bruno, que sonreía divertido.

Lorenzo suspiró con cierta frustración aunque, pensó, el estado en el que se encontraba Rodolfo Cuevas tal vez podría servir en su propósito de sacarle esa información que no había querido darle a María, acerca de los dueños anteriores de la casa que alquilaban.

—¡No, no! —replicó con apuro—. Es mi primo, Bruno. Vinimos a pagarle el alquiler.

—Te podía esperar un poco más ¿eh? —dijo el hombre, arrastrando las palabras y apoyándose nuevamente en el hombro del muchacho—. ¿Quieren tomar una cervecita?

Los primos  se miraron entre sí y aceptaron, aunque por diferentes razones. Bruno porque, aunque portase uniforme, ya estaba de franco y sumamente cansado; y Lorenzo porque quería estirar el tiempo para poder interrogar a Cuevas.

Una vez estuvieron ubicados frente a la mesa de una amplia galería llena de plantas y en compañía de un viejo golden retriever que apenas se movía y los observaba con indiferencia, Lorenzo preguntó.

—Dígame, por favor, ¿qué sabe usted de los Sandoval?

Cuevas se puso serio y por un instante, la botella de la que estaba sirviendo los vasos, quedó suspendida en su mano.

—Eran buena gente —masculló luego de un ligero carraspeo—. Un desastre lo que ocurrió, verdaderamente...

—¿Usted los conocía?

—Sí... No éramos amigos,  pero íbamos al mismo club y a veces hablábamos... ¡Fue una masacre! —suspiró—. Al pobre Benito hasta le sacaron los ojos...

Cuevas se dejó caer sobre una banqueta, asió el vaso frente a él y lo levantó.

—¡Salud, muchachos!

—Salud.

—Los Sandoval tenían bastante dinero, es cierto —continuó—, pero no tanto  como se cree. Vieron cómo es eso, la gente habla por hablar... Es mentira que tuvieran una gran fortuna... En realidad, la casa ésa donde están ustedes, se  la había comprado Benito a mi padre hace muchísimo tiempo con una hipoteca que pagaron en diez o veinte años, no me acuerdo...

—¿Usted cree que de verdad, el hijo y la nuera los mataron?

—¿Valentín? ¡No! Esa es una idea ridícula de los investigadores que no tienen idea de lo  que pasó y se ponen a inventar cosas... Valentín era un chico amoroso y su mujer, Lucila, también... ¡Pobrecitos, vaya uno a saber lo  que les hicieron...!

—¿Usted cree que están muertos?

—¡Estoy seguro! ¡Si Valentín siguiera vivo habría movido cielo y tierra para encontrar al asesino de sus padres! El chico los adoraba.




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