El cuerpo del hijo

19

Las dos mujeres habían regresado horas atrás, luego de haberse distraído un buen rato caminando por el centro y realizando algunas compras. María sintió verdadero alivio de poder, al fin, contarle toda la verdad a su amiga, quien en un primer momento se mostró muy interesada en la historia. Pero poco a poco fue cambiando la mirada. Y María lo notó. De incrédula y fascinada, Dinorah pasó a estar dudosa y preocupada. ¡Pero era ella! ¡Su amiga de toda la vida! ¡Tenía que creerle! Por eso insistió María en darle todos los detalles que pudo y le aseguró que en cuanto estuvieran en su casa, le mostraría las fotografías de las que le hablaba y los papeles que les habían entregado en el hospital.  

Dejaron las bolsas sobre el sillón y, mientras Dinorah revisaba su celular, María fue directo a la cocina, a preparar el mate de la tarde. 

Y allí quedó petrificada. Por la ventana vio a la sombra que, acongojada, sollozaba de rodillas sobre el césped.  Llevó una mano a la boca para amortiguar el gemido que quería escapar de su garganta y no pudo evitar una punzada lacerante en el pecho. El dolor que mostraba ese hombre la atravesaba de una forma muy particular, como si fuese propio.

—¿Qué pasa? —preguntó Dinorah, que se había acercado con sigilo, detrás suyo.

—¿Lo ves? —Señaló ella el patio.

La amiga recorrió con la vista el paisaje externo varias veces y negó con la cabeza.  —¿Qué cosa?

—La sombra —contestó en un susurro—, está llorando. —María sintió la mano de Dinorah posarse con suavidad sobre su hombro y al voltear vio la angustia en los ojos de su amiga. Supo entonces que no había creído nada de lo que le había contado. Pero no dijo más. Prefirió callar.  

—Estás muy cansada —señaló Dinorah con suavidad—. ¿Por qué mejor no dejamos el mate y te tomás algo para relajar? Andá a la cama que yo te llevo un té  y un calmante ¿dale?

Asintió sabiendo que no tomaría nada de lo que le diera. Estaba harta de sedantes. Harta de que la creyeran loca. Harta de que la pusieran a dormir como la salida más fácil.

Subió la escalera bajo la atenta mirada de su amiga, que intentaba componer una sonrisa.

Se dio una ducha ligera y se metió en la cama, fingiendo una obediencia que no sentía, que más bien, la revelaba. 

Dinorah le subió una taza de infusión caliente y le dio una cápsula que metió en su boca y simuló tragar con un poco de agua. Alegó que el té aún estaba muy caliente, lo tomaría en cuanto se enfriase. Por suerte, Dinorah le creyó.

—Andá nomás, necesito dormir. Gracias —le pidió. Y se tapó con la sábana hasta la cabeza.

La amiga dudó unos instantes. Finalmente se levantó, cerró las hojas de las persianas y corrió las livianas cortinas de gasa, no sin antes volver a mirar el patio. No vio nada, por supuesto. Antes de salir, encendió el ventilador del techo, que comenzó a girar silenciosamente.

Apenas escuchó cerrarse la puerta, María sacó de su boca la pastilla, la envolvió en una servilleta de papel y la metió con cuidado en el cajoncito de su mesa de noche. Luego se levantó de puntillas y fue otra vez a la ventana. Ella sí los veía. Estaban ambos. La sombra continuaba sollozando lastimosamente y Valentín, de pie detrás suyo, parecía consolarlo. 

Fue Valentín quien la vio, giró su cabeza hacia ella y sonrió con una dulzura que la consternó. El chico levantó la mano, saludándola. Ella rozó con sus dedos las varillas de la persiana y dejó rodar dos lágrimas, que cayeron en completo silencio. Supo entonces que Valentín no era un asesino. Lo supo con la certeza que da una prueba concreta. Que ella no tenía, por supuesto. Pero no la necesitaba. Su corazón se lo estaba gritando. Había algo en ese sitio, donde había habido una piscina. Algo que ella tenía la obligación de descubrir. Y así también descubriría lo qué había pasado con Beltrán. Se lo decía el alma. Porque el alma sabe ciertas cosas antes de que se entere la razón. 

Abrió despacio la persianas y dejó cerrados los vidrios. Los vería mejor así y daría algo más de luz al interior del cuarto. 

Devolvió la sonrisa del muchacho y éste asintió con la cabeza. Una luz áurea lo rodeaba, una luz que sobrecogía la consciencia de la muchacha y le hacía crecer en su interior una fe avasalladora, incontenible, una fe ciega que solo una madre puede concebir. 

Solo debía esperar a estar sola en casa.

No supo cuánto tiempo pasó mirando esa ventana. Sólo supo que de pronto abajo, se escucharon voces, Lorenzo y Bruno habían regresado.

Caminó de puntillas otra vez y abrió la puerta apenas. Las primeras palabras que distinguió con claridad sonaron en la voz de Dinorah.

—Le di un calmante. No está bien, Lorenzo... dice una boludez tras otra...

—¿Qué dijo?

—Que hay un fantasma en la casa, que Beltrán está vivo, que le llegan fotos del nene al celular... ¡Llamó a los vecinos, a ver si ellos se las mandaban..! ¡Yo ni siquiera escuché que le sonara el teléfono! No sé, Lore, para mí hay que internarla. Se está volviendo loca...

María tapó su boca con la mano. ¡Ella no había llamado a los vecinos! ¡Y claro que Dinorah no había escuchado sonar el teléfono! ¡Si no habían llamado mientras estaba con ella! ¡Le había contado que la llamaban, pero en el tiempo que habían estado juntas, no lo habían hecho...! ¿Qué estaba sucediendo? Pensó en bajar de inmediato e interpelar a su amiga, pero temió que hasta Lorenzo y Bruno no le creyeran. Prefirió esperar.  Se tendió sobre la cama,  levantándose a cada momento a ver por la ventana. Valentín y su padre  —estaba convencida que era el padre del  muchacho— seguían allí. El calvo, de rodillas, Valentín, con esa aura de luz, la observaba y le sonreía. Le daba paz.

—¿Sos un ángel? —preguntó casi sin voz, mientras sus dedos recorrían el vidrio, dibujando en el halo de su aliento, las siluetas de ambos. Valentín no era un asesino. De eso estaba segura. Caminó descalza hasta la habitación de Beltrán, a hurtadillas, para que no la vieran desde abajo. Se sentó junto a la cuna que otra vez estaba tibia, se abrazó a sus rodillas y lloró.




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