El cuerpo recuerda | Amnesia

PRÓLOGO | Memento Mōri

 

Hay algo que está mal. Algo jodido. Algo que le molesta y le pica debajo de la piel. Es algo que no sabe y no puede ignorar porque así no es ella. Su padre le decía: “Las cosas como son, Leila” siempre que surgía alguna situación que él desconocía y de la cuál ella tenía la respuesta. Ahora podía comprenderlo; esas ansias, esa tempestad oculta debajo de un falso mar calmado. Las cosas como son. Ciertamente no sabe como son las cosas y descubrirlo le aterra. Qué es arriba, qué es abajo, dónde me encuentro.

Dónde me encuentro.

La incertidumbre la golpea de pronto, siente que cae y que no hay qué la sostenga.  Lo has experimentado miles de veces, se dice y no es consciente de que es una mentira hasta que abre los ojos y no ve. Lo intenta de nuevo, como si fuese a funcionar. Tienes que despertar, Leila. Pero ya está despierta, dentro de una pesadilla en la cual no puede esperar a despegar los párpados para que termine. Como acto de instinto quiere llevar sus puños a la cara para restregarse los párpados. No puede. Trata, sin embargo hay algo que le mantiene quieta. Estira más fuerte, un fuego doloroso le rodea las muñecas y las piernas reaccionan inútilmente: el mismo dolor aprieta en sus tobillos.

Qué pasa, por qué no veo, Diosmíonoveo, NO VEO.

La garganta le quema y no le sale la voz pero las palábras y el pánico se manifiesta como un monólogo dentro de su mente. Mantiene los ojos abiertos pero ve todo (o debería decir nada) de un pétreo negro. Aunque siente, y siente tan vívido. De pronto ya no es sólo la nada, son los ruidos, los olores-

Llevame a casa.

Un segundo. O segundo y medio, tal vez tres; no es capaz de decirlo con exactitud pero sabe que fue brevísimo. Una voz —su voz— agitada, sin aire y reproduciéndose por única vez en lo recóndito de su psique. No sabe que fue aquello y le aterra admitirlo. Por primera vez en su cuarto de siglo pasa lo inimaginable. Una fuerza invisible arremete contra ella, el cuerpo le pesa y una niebla invisible se asienta en el fondo de sus pulmones; se congela, aunque tampoco es como que pudiese moverse libremente.

Duele, no controlar todo, ¿verdad?

Otra vez, ese flash en las cuencas de sus ojos, y esa tórrida sensación que le abruma de una manera no tan agradable como quisiera pensar. Le toma un poco de tiempo conectar sus neuronas e hilvanar el pensamiento, pero lo obtiene con esfuerzo: era una voz distinta, más grave. Una voz que, a menos que consumiera un kilo de comino, era imposible le perteneciera a ella.

De pronto ya no es el fantasma de la voz lo que se repite en los rincones de sus oídos, sino un golpeteo insistente y un siseo insinuante. No entiende nada, las fosas nasales le irritan y el aire parece traspasar todo tejido antes de pasar a su capacidad pulmonar. Se quiere morir ya, no lo soporta. El lugar donde sea que estuviese parecía estar haciéndose estrecho, aplastando su persona de todas direcciones hacia el centro.

Nunca fue de las personas que rezan o que suelen hablar con Dios, nunca concibió la idea de pedir y mucho menos a un ente que se presumía era todopoderoso. Aún menos cuando su vida estaba llena de pecado e impenitencia. Su padre, hijo único de un linaje de hijos únicos, no le inculcó la religión para practicarla. Hay fe, le había dicho una vez, pero la fe no cambia nuestro destino, nuestras decisiones sí. Quisiera imaginar que si hubiese crecido en un entorno diferente tal vez ella sería diferente también. Tal vez podría salir de ese sofoco del que no conoce su duración pero parece infinito.

Piensa, llora, busca y encuentra. Está ahí, a punto de rendirse ante ese castigo divino: la voz clara de su padre, alucinando o no, guiándole a salir de esa situación.

La ambición mueve al hombre y si la fé te funciona, úsala, pero no la dediques a alguien o algo más esperando a ser salvada. Nadie, ESCUCHAME, nadie irá a salvarte.

Tendría que estar volviéndose loca para que pensamientos de su padre le infundieran algo de alivio. Vaya, por lo que a ella conscierne podía estar muriéndose en ese mismo instante. Nota el tenue sonido de pisadas. De pronto, segura de tener oportunidad de salir de esa pesadilla, se sobreexige para gritar y obtener auxilio.

Su garganta le cobra factura luego de lo que le parece el undécimo grito, siente bilis amenazando salir, así que toma la poca fuerza que le queda para retenerla y después solo ataques de tos se ven transmitidos como su único sonido en señal de seguir viva.

Un murmullo no tan silencioso se escucha del otro lado de lo que supone ella, es una habitación. Repara en un ruido sordo. Golpean algo. Un silencio absoluto. Vuelven a golpear.

¡Hay una puerta! —se dice, desesperada—. Y si no la hay, están creando una salida.

Casi de inmediato, un pequeño rayo de luz se cuela en la habitación. Sus ojos empiezan a picar por la repentina nube de humo que se abre paso por la ahora destrozada puerta y sus instintos le obligan a cerrarlos; aunque instantes después impulsada por la necesidad de conocimiento fuerza la vista. Ahí es donde advierte el por qué de su inmovilidad: sus extremidades permanecen prisioneras y adormecidas   con cuerda de cáñamo sobre una silla que parecería romperse en cualquier momento.



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En el texto hay: abuso, amnesia, oscurantismo

Editado: 02.02.2020

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