El Cuidador

C A P Í T U L O 1

Alcázar 1937.

Xavier recogió con desdén los últimos huevos, aspiró aire con fuerza y lo soltó tras cerrar los ojos, deseaba que la guerra terminara pronto, era la solución para acabar con la escasez que aquejaba al país y la única forma de volver a ver a su hermano, negó con un pequeño gesto recordándolo mientras salía del gallinero. Más temprano había recogido la leche, la tomó de la mesa dispuesta en el patio y se encerró. Era un día domingo, la lluvia amenazaba con caer y le preocupaban las goteras.

Estaba acostumbrado a un estilo de vida mejor, sin embargo comenzaba a adaptarse a la sencilla vida de campo en la que quedó atrapado cuando estalló la guerra, aunque las goteras de la casa de su infancia lo ponían de mal humor. Xavier era de los que pensaba que la seguridad de cuatro paredes y un techo debía ser eso: segura, no le importaba comer huevos, semillas y verduras o beber solo leche, pero odiaba las goteras.

Sabía en el fondo que su mente quería distraerlo de la inminente llegada de una intrusa, repetía en su mente las palabras de su hermano en aquella carta que recibió días atrás: «cuida a mi esposa»; su hermano se había casado antes de partir a la guerra, no dio muchas explicaciones, no era que las necesitara, ahora le pedía hacerse cargo de esa mujer.

La comida era poca, sin embargo eso no le molestaba, se sentía incómodo por tener que compartir su tiempo y el pequeño espacio con una desconocida.

Buscó la carta que llegó el día anterior, en ella su hermano daba más detalles de la mujer y su situación, le explicaba que ya Mar había salido hacia el pueblo de San Isidro en una caravana de médicos y enfermeras que partirían a la tierra donde se libraba la guerra. «¿Por qué no se va a la guerra como todas, de voluntaria?», pensó. Sabía que ese pensamiento era egoísta, mas no sentía remordimiento, había una guerra y mucha gente moría.

No sabía nada de la mujer más allá de que se llamaba Mar, y que ahora llevaba su apellido Irazábal, tenía veinticuatro años, dos menos que su hermano, cuatro menos que él.

Cuando cayó por fin la lluvia, ya Xavier había puesto unas cubetas debajo de cada una de las goteras que conocía de memoria. Entró a la habitación que ocuparía la chica, tenía polvo, pero no tenía goteras. Él ocupaba la principal y por un momento pensó en cambiarla, no porque la suya fuera más grande y cómoda, con baño incluido y quisiera hacer sentir bienvenida a su cuñada, sino porque en la otra no había goteras.

Tocaron a la puerta, cerró los ojos y caminó con el cuerpo tenso para abrir, no se molestó en asomarse por la ventana, al poner la mano sobre la perilla y girarla, supo que no había vuelta atrás, su hermano le había dejado ese compromiso, no podía menos que cumplirlo, aunque no estuviera a gusto.

Ante él, estaba una mujer envuelta en un abrigo gigante, temblaba, estaba mojada. Lo único que pudo ver fueron sus grandes ojos cuyo color le fue imposible definir, la mujer lo miró aterrada; un hombre sostenía un paraguas sobre ella.

—Buenas noches, señor Xavier, le traigo a su cuñada, y esta carta que le envió su hermano —dijo el hombre de aspecto cadavérico y mirada huidiza.

No esperó respuesta, cuando Xavier tomó la carta, el hombre corrió hacia el auto que lo esperaba. Cruzo mirada con la mujer que cuyos ojos bailaban inquietos sobre él y el lugar.

—Pasa —dijo con tono parco.

La mujer paso de prisa y con torpeza. Se detuvo al entrar y no se movió, lo miraba con insistencia, su cuerpo temblaba.

—Puedes quitarte eso, y…

La miró fijamente por un instante y consideró que estaba embarazada, «por eso mi hermano se casó con tanta prisa con la chica», pensó.

—No puedes quedarte mojada, te enfermarás. Quítate ese abrigo, déjalo ahí junto a la puerta.

La mujer se lo quitó y lo lanzó junto a ella. Seguía sin moverse, Xavier también. No estaba embarazada, al menos no en un estado avanzado, valoró. Sus facciones eran sencillas y armoniosas, su cabello húmedo caía por debajo de sus hombros, era pelirroja, aunque por la humedad el color de su cabello se percibía más oscuro, su piel se veía tan blanca que él adivinó que no acostumbraba a llevar sol.

—¿Comiste? —preguntó temió que la mujer fuese muda.

—No, pero no tengo hambre —susurró. Se abrazó a sí misma y ante su propio contacto se estremeció.

Su voz era débil y melódica. Mantenía la vista fija detrás de él, Xavier se giró confundido, regresó la vista a ella.

—¿Necesitas algo? ¿Estás bien?

Afirmó meneando la cabeza. Xavier notó que temblaba.

Se giró y señaló la habitación detrás de él, frente al comedor.

—Está es tu habitación, ocúpate de ti de forma de que no mueras está noche. No quiero fallarle tan rápido a mi hermano.

La mujer dio pasos lentos, estiró el brazo hacia adelante, para caminar colocaba un pie adelante y arrastraba el otro. Xavier ladeó la cabeza al mirarla con curiosidad y fue cuando lo notó: ella no veía.

Sintió un leve remordimiento por odiarla sin conocerla, también pensó que sería una carga mayor: «ni para que me ayude a limpiar y a atender a los animales», pensó. Soltó un suspiro de frustración. Le echó otra mirada sabiendo que la chica no podía verlo. Llevaba un vestido azul de seda, se marcaban todas sus formas porque el vestido estaba húmedo, le llegaba hasta la rodilla, sus zapatos negros de tacón se veían nuevos, no daba pasos seguros con ellos.



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En el texto hay: romance, drama, guerra

Editado: 10.02.2022

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