C A P Í T U L O 4

Abrió el gallinero, revisó sin esperanzas, soltó un suspiro. Solo había siete huevos más. «Es un tanto más de media docena», pensó. Buena para una semana, se corrigió luego, dividido entre dos, solo media semana. Mar lo seguía de cerca.

—¿Qué pasa?

—Solo hay siete huevos.

—¿Cuántas gallinas tienes?

—Cinco.

—Son pocas —dijo.

Xavier rodó los ojos.

—Disculpe su majestad, la poca cantidad de animales que poseo, muchos se me han muerto por frio o hambre, o me los he comido yo.

—Estaría bueno comernos una gallina —dijo saboreándose los labios.

—Ni lo pienses. Ya las pobres ponen poco porque no las puedo alimentar como se debe.

Escuchó los ladridos del perro. Salió a asomarse.

—¿Hay perros? —preguntó Mar.

—Uno, solo uno.

—¿Cómo se llama?

—Perro.

—¿No le pusiste nombre?

—No

—¿Por qué no? —Inquirió con reproche en el tono.

—Apareció un día en la puerta, no había comenzado la guerra y no pensaba quedarme tanto tiempo aquí.

—Hay que ponerle un nombre.

—Hay cinco gallinas, hay una vaca, estoy alimentando un cerdo y...

—Jamón, jamón, harás jamón curado.

Xavier la miró receloso.

—Solo piensas en comida, me preocupa —dijo.

Pensó también que era como una niña caprichosa, quedó convencido de que lejos de ayudarle solo le estorbaría.

—El gallinero es lo que más delicado me parece para que me ayudes, hay que limpiar los huevos, con un paño seco, refrigerarlos, poner el alimento a las gallinas, recoger el excremento, mantener esto limpio. No creo que puedas ayudarme con esto.

—Si no me das la oportunidad…

—No, decidido.

Ella se sacudió soltando un suspiro hondo.

—¿Qué puedo hacer entonces?

—La vaca, da poca leche.

—¿Qué pasó con su ternero? ¿Y el toro?

—Me los robaron. La mantengo en el establo, no hay caballos ni burros, así que el lugar es solo para ella, no podrá reproducirse de nuevo, no tengo como hacer que pase, así que pronto no tendremos más leche. Trato de almacenar y conservar lo más que puedo. Ahora mismo hay que ordeñarla, lo hago dos veces al día.

—Yo puedo ordeñarla.

—No sé. No quiero que derrames nada. Hay que asegurarse de que su uretra esté limpia, distraerla —suspiró —, creo que con eso tampoco podrás ayudarme.

—Tampoco soy una inútil —argullo con voz baja y tono triste.

—Mejor no me arriesgo en nada contigo, si quieres ayudar: no estorbes. Es lo único que se me ocurre. Mejor ser una carga que un estorbo.

—¿Soy una carga?

—Pues no te afanes mucho por eso. Eres una esposa, a la gente le gusta tratar a las mujeres como indefensas criaturas que deben ser protegidas. No es lo que yo creo, pero a la sociedad le parece bien.

La chica estornudó de nuevo, Xavier se echó hacia atrás, la miró con desdén y fue a examinar al perro. Acarició su cabeza y le acercó la comida. Mar lo seguía de cerca, sonrió al tocar al perro que la olisqueo meneando la cola, ella lo acarició sonriendo.

—¿Por qué tienes amarrado a Noche?

—¿A quién?

—Noche, el perro —rio. Xavier puso los ojos en blanco.

—Por su seguridad.

—Es una crueldad, mejor lo liberamos.

—No, ya te dije, no me crees problemas que no tenía. Deja todo como está —espetó.

—¿Y tú esposa? —preguntó la chica.

—No tengo.

—¿Por qué no te has casado?

—No ha ocurrido, y punto —dijo con voz firme —, preguntas mucho.

Estuvo a punto de casarse una vez: Victoria, hermosa, inteligente, amaba la lectura y aspiraba estudiar, enfermó un día, tras una semana completa con fiebre y decaimiento, murió. Los dos tenían diecinueve años, no volvió a conocer a nadie como ella, no quiso a nadie más nunca y pensó que quizás ella era su único amor en la vida, y lo aceptaba.

—Debo ocuparme de la vaca, puedes quedarte aquí con el perro.

—Te acompaño, sé que no puedo ver lo que haces, tú me cuentas y me voy familiarizando con todo, sabrás que sí que te puedo ayudar. Y se llama Noche, no lo llames más perro.

—Esta es mi casa y lo llamo como me da la gana. Vamos.

—Pero suelta al perro.

—Que además de ciega eres sorda, que el perro se queda aquí —espetó.

La chica se sobresaltó. Bajó la cabeza y se abrazó a ella misma.