Xavier se dedicó a preparar la comida después de hacer su ronda de revisar a los animales. El perro se quedó donde él siempre lo mantenía amarrado, se sentía incómodo dejándolo sin amarrar, las palabras de la mujer lo hicieron pensárselo un poco: «cruel», pensó que quizás dejar a un perro amarrado era cruel, no lo había visto así, él solo quería tener el control de las cosas.
Quedó pensando en la historia de la chica, evitaba sufrir, su sonrisa forzada tras contar la historia de su huida no era más que una máscara para evitar el dolor. Había oído de las desapariciones forzadas, de las torturas, los fusilamientos, las expropiaciones, era gente mala que querían en poder a costa de lo que fuera, y lo tenían, un campesino o un hacendado protestando no haría la diferencia, así que Xavier pensaba que hacían aquello por placer. Eran monstros.
Él evitaba esas polémicas, algunos podían llamarlo cobarde, él solo quería paz. No entendía como luchar, pelear, herirse entre ellos pudiera suponer una avance para la paz. No le gustaba la política, tampoco las injusticias.
Terminó el arroz, cortó unos pocos tomates con cebolla y sal, bajó la sopa de cebollas, picó un pedazo de carne de res que tenía congelado. La chica no había comido proteína animal de forma apropiada desde que llegó, pensó; debía tener hambre, sus raciones de comida debían ser mucho menores a las que estaba acostumbrada. Se acercó a la sala de estar. Ella estaba recostada en el sofá con los ojos cerrados. Estornudó. Xavier se espantó, la había oído estornudar varias veces ya. Debía estar resfriada.
—Mar.
La chica abrió los ojos y se giró buscando su voz.
—Me quedé dormida.
—¿Te sientes mal? Si te sientes mal debes decírmelo, debería atenderte de inmediato. En estas circunstancias no deberíamos dejar correr nada. Ni puedes contagiarme de nada.
—Solo más sueño del que normalmente tengo.
—La comida está servida.
Se giró y se sentó en la mesa a esperarla, la chica caminaba un poco más segura hacia la cocina, se ubicaba mejor en el comedor. Como hacia cada vez, tocaba todo con delicadeza antes de comenzar a comer, trataba de ver con los ojos, pensaba Xavier, quien se quedaba absorto viendo sus manos delicadas recorrer el plato y el vaso con paciencia.
—Gracias —dijo ella, sonrió — ¿Es carne?
—Sí, de res.
—Gracias. —Rio.
Comieron en silencio. Xavier la admiraba comer con gusto, su plato casi se vaciaba.
—Hay pan —dijo Xavier.
—¡Oh! Qué bueno, quiero.
Él tomó el pan entre sus manos y lo partió, colocó la porción en su plato, ella rozó sus manos, Xavier se espantó al sentir sus manos tibias.
—Tienes fiebre —dijo.
—Me siento bien —aseguro la chica llevándose el pan a la boca.
—Al menos tienes apetito.
—Sí, porque estoy bien.
—Termina de comer. Haré un té.
Se levantó de la mesa y se acercó a ella, colocó su mano en su cuello con la palma hacia adentro, le chica se sobresaltó. Tenía calentura, maldijo por lo bajo, debió resfriarse cuando se mojó con la lluvia. La brisa de la mañana no debía haberle hecho bien.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Tienes fiebre. Come y te acuestas. Te daré algo para bajar la fiebre.
Ella suspiró.
—Es solo que no estaba acostumbrada a mojarme así, por tanto tiempo.
—¿Cómo fue el viaje?
—Tranquilo, triste, venía con las esposas de hombres desaparecidos, madres de mujeres desaparecidas, solo oía llantos quietos y lamentaciones —dijo con tono apagado, terminó de llevarse el pan a la boca.
—Eso hace la guerra.
—No, eso hacen los hombres —aseguró ella.
Xavier colocaba el agua sobre la estufa, miró fuera de la ventana, amenazaba con llover de nuevo, negó cansado, detestaba las goteras a un punto que sentía que drenaban su energía. «Si tuviera con qué arreglarlo», pensó interrumpiendo la tétrica conversación que sostenía con la chica.
—¿Y tú madre? —preguntó sin girarse a verla.
—Murió cuando yo nací, siempre hemos sido mi padre, mi hermana y yo, o fuimos.
Notó que la chica comenzaba a dejarse abatir por la tristeza.
—Ve a la cama.
La oyó suspirar. Se levantó del comedor y se dirigió a su habitación tanteando todo. Preparó compresas de agua caliente y un té con hierbas de su jardín. Al entrar a la habitación vio que Mar estaba envuelta en sabanas y cobijas hasta la cabeza y temblaba. Se acercó rápido, retiró las sabanas y la tocó en la frente, hervía. Abrió los ojos asombrado y sintió un poco de terror.
No podía ser que la esposa de su hermano hiciera un viaje tan largo, con tantos peligros que la esperaban en el camino y cuando se suponía que estaba en casa a salvo y segura, enfermara, no podía permitirse que le pasara nada. Colocó las compresas de agua tibia sobre la frente de la Mar.