Mar se burlaba de él al tomar los huevos, con exagerada ceremonia los cargaba uno por uno con ambas manos, mantenía en el rostro una expresión seria, reprimía una sonrisa, él la observaba divertido.
—¿Me imitas? —preguntó de forma descuidada.
—No puedo verte.
—Cierto, lo siento, soy un tonto.
Ella sonrió.
—Los cuido, eres muy cuidadoso con ellos, no quiero que se rompan, me corres de la casa si rompo uno.
Xavier negó sin dejar de sonreír.
—¿Nunca has visto? ¿Siempre has sido invidente?
—No, sí veía, sé cómo es el día, el campo, los colores, sé. Un día dejé de ver y ya, casi cumplía los trece años —explicó con tono sereno mientras rompía los huevos —. ¿Tomé el envase correcto?
—Sí. Ya monté el té en donde lo hago siempre.
—Puedo cortar el tocino —sugirió con una media sonrisa.
Él se echó a reír.
—¿Y quién te dijo que vamos a comer tocino?
—Mi olfato, debiste sacarlo antes de que yo despertara.
—Sí, saqué un poco.
—Ya no temes acabar con toda la comida.
—Tú acabarás con toda la comida, nos protege que no sepas dónde está almacenada, sino, te la comes.
Ella se echó a reír.
—No es cierto, le daría a Noche.
—¿A mi nada?
—No, para ti nada.
La observó embelesado, le gustaba verla sonreír y comer, comía con gusto, disfrutaba cada bocado por simple que fuera, debió admitir para él que sus días solitarios eran aburridos y carecían del brillo que ella ahora le ofrecía. Se sentía valiente al pensarlo y reconocerlo, Abel no la amaba. Suspiró pensando que la muchacha era poca cosa, casi montuna, muy infantil, no sería una esposa apropiada para su hermano, mucho menos para él, dejó de sonreír juzgando sus propios pensamientos.
Se acercó a bajar el té.
—¿Por qué te quedaste callado? Si te daría comida —Sonrió, batía los huevos con delicadeza.
—Sé que sí, ¿cómo podrías darle al perro y a mí no?
—Deja de llamarlo perro.
—Pero si es un perro.
—Sí Abel lo conociera, no lo llamaría perro.
Xavier afirmó, sirvió el té y sonrió al ver a Mar aspirar el olor.
—Es cierto, solo que Abel lo llamaría por un nombre más fuerte.
—Noche es precioso —aseguró seria.
—¿De dónde sacaste ese nombre?
—¿Por qué eres tan diferente a Abel?
—De hecho nos parecemos mucho, en aparaciencia. Nos creen gemelos, soy mayor.
—Yo no puedo saberlo, me refiero a la forma de ser.
—Él es el bueno y yo soy el malo, así debe ser —bromeó, ella no rio.
—Te la das de malo, pero no lo eres, no me habrías recibido aquí, no eres malo conmigo, solo eres despreciable y muy odioso.
Xavier se carcajeó, ella se quedó seria.
—¡Despreciable! —dijo Xavier doblándose de risas.
—Sí, eso es porque eres un hombre muy solo y triste que no valora la vida.
Le divertía poderla observar sin sentirse avergonzado por hacerlo. Admiraba su bonito rosto y sus gestos tontos.
—¿Algo más? —preguntó fingiéndose ofendido.
—¿Dónde echo la mezcla?
—Dame eso —respondió, le quitó el envase de las manos y quedó frente a ella, se quedó en silencio observándola, con la privacidad que le otorgaba la ceguera de ella.
—¿Por qué me miras así? —lo increpó, él dio un respingo, y termino de quitarle el envase, lo colocó sobre un sartén caliente que había puesto sobre la cocina.
—¿Me ves?
—La sombra de un lunático frente a mí. No veo negro.
—Sí, ya me lo habías dicho.
—Pondré la mesa.
—Te ayudo.
Se sentaron a la mesa después de que él se asegurara de que la tortilla estaba lista, ella insistió en que la dejara inspeccionarla con él para saber cómo hacerla en el momento en el que estuviera sola. Colocaron la mesa, juntos, sin hablar más.
—¿Me enseñarás a hacer pan?
—Y a manejar, claro —se burló.
Ella negó.
—Sería bueno.
—Sería el colmo.
—¿Por qué estás tan de buen humor? ¿A caso visitaste casas indecentes mientras fuiste a la ciudad?
Se quedó sorprendido por su comentario.
—Que insolente. Eso no es de tu incumbencia, pero no, claro que no. No soy de los que le paga a las mujeres.
—Yo no dije nada de pagar.