Había preparado todo para salir al día siguiente, sentía que la dejaba en buenas manos, no la habría dejado de no haber enfermado, pero era largo el camino, se acercó a su cama. La admiró en silencio mientras dormía.
—Mañana debo partir, Mar. Traeré lo que pueda traer que te haga feliz. Me desharé de la vaca y el resto de los animales, es más seguro que estemos aquí. No volveremos a San Isidro, cambiaré la dirección en el apartado del centro, para recibir las cartas de Abel, él lo entenderá. Es por tu bien.
Dormía tranquila, los calmantes le hicieron efecto, se quejaba menos de dolor, aunque él podía ver como se apagaba cada día un poco más.
—Mi esperanza es que Noche te devuelva un poco de tu alegría, y brilles otra vez. Traeré el jamón para curarlo. Comerás todo el que quieras, así después no tengamos que comer—dijo y soltó una risa suave.
Besó su frente. Apagó la luz y se fue a su habitación, no debía sentirse miserable por su situación, estaban bien, estaban juntos, ella sanaba y pronto estarían todos juntos; le causaba ansiedad pensar en Analía, debía buscarla, pero su prioridad era Mar. Al día siguiente en la madrugada, el señor Marcelo lo esperaba en la puerta de su casa.
—Gracias, no era necesario.
—Traeré tu auto de vuelta de la estación. ¿A qué hora sale el tren? —preguntó.
Xavier miró el reloj en su muñeca. Soltó un suspiro.
—A las 6:00 am.
—Vamos, estaremos a tiempo.
—Debo decirle algo: Mar, ella no puede ser expuesta a la policía, si alguien pregunta, dé un nombre falso, diga que es alguien a quien cuidan, una ahijada, algo así. Se lo pido.
El señor Marcelo lo miró con gesto comprensivo.
—Descuida, estará cuidada, cuando vuelva tu hermano, aquí lo esperará su esposa —dijo con gesto más severo.
Xavier bajó la cabeza y afirmó.
—Se lo agradezco.
Ya de pie frente al tren, sosteniendo una única maleta, sentía que quería regresar a su casa y quedarse junto a Mar, olvidarse del mundo, incluida Analía, esos pensamientos eran egoístas, él solo quería verla feliz y para eso debía encontrar a su hermana, buscarle a Noche, mantenerla segura.
Oía a lo lejos el ruido, gente llorando, riendo, despidiéndose, algarabía y tristeza, lo típico de cada viaje; el solo sentía ansiedad por volver pronto. Subió cargando su maleta, se sentó junto a la ventana, y esperó que las horas pasaran hasta su destino, tenía tiempo de sobra, así que decidió escribir esa carta que nunca se atrevía a escribirle a su hermano Abel.
Abel.
Lamento no haber tenido el coraje de escribir antes, entre los dos, sabemos que eres tú el valiente, te parecerá ridículo, pero que para escribir se necesita ser valiente. Espero que estés bien, nosotros lo estamos, Mar es enfermiza, sin embargo, ya está bien, ella y yo hicimos un largo viaje buscando a Analía, sin éxito, no hemos hallado nada. No desistiré de buscarla, solo que ahora la prioridad es la salud de Mar.
Al principio me enfurecí contigo por dejarme esa carga tan pesada, una muchacha ciega, consentida, enfermiza, sobreprotegida, es una luchadora también, estarías contento.
Te extraño, tus conocidos me han hablado maravillas sobre ti, estoy muy orgulloso, eres muy valiente, un gran hombre, ansío que vuelvas pronto, te amo, hermano.
Xavier Irazábal.
Arrugó el gesto al releerla, y decidió que no la enviaría, decidió que la mantendría con él, significaba mucho haber puesto esas palabras sobre el papel. Admiraba la vista llana con las montañas a lo lejos cuando alguien lo interrumpió.
—Disculpe, ¿abogado Irazábal? —preguntó una joven mujer.
—Sí, disculpe, no la reconozco, no sé su nombre.
—Julia Lozada de Ledezma, mi esposo fue su cliente, compró la compañía de los Degwitz.
—Ya, cierto, lo recuerdo.
—¿Le molesta si lo acompañamos?
—No, para nada.
La mujer hizo señas con la mano, Xavier vio cómo su fino vestido de seda se mecía debajo de sus brazos, la mujer ajustó su sombrero, su esposo se acercó, y al verlo Xavier se incorporó para saludarlo.
—Un placer verlo —dijo el hombre.
—Igual digo, señor Ledezma, siéntense.
—¿Hacia dónde se dirige? —preguntó el hombre al sentarse. Su mujer lo imitó.
—A San Isidro.
Lo miraron con extrañeza. Xavier sonrió.
—Allí crecí, hay una pequeña casa de campo, ahora es de mi hermano, él está en el frente ahora, la cuidaba para él, pero ha surgido algo, me regresaré a la ciudad.
—¿Qué surgió? —inquirió el hombre.
Xavier se arrepintió de hablar de más.
—También me encargó a su esposa, está enferma, la ciudad le sentará mejor, ahora la cuidan mi vecino y sus hijas.
—¡Que responsabilidad! Usted no es casado, ¿no tiene novia? —preguntó la mujer.