Recorrió en silencio su casa, con todo bajo una tenue luz, sentía el peso del mundo sobre sus hombros, necesitaba saber la verdad, ¿quién era esa mujer que dormía ahora en su casa?, ¿cuál era el paradero de esa otra chica?, y sobre todo cuándo terminaría la guerra, para volver a ver a su hermano y aclarar todo el enredo.
Se dio una ducha y comió algo rápido, guardo las cosas, incluidas las de Mar, colocó en la puerta sus maletas con el resto de su ropa y sus pertenencias, de pronto, miró las maletas cayendo en cuenta de algo, se dio cuenta de que nunca dudó de la chica, nunca le pidió sus papeles, nunca le pidió nada, al tomar consciencia de eso se echó al piso y hurgó desesperado en medio del pasillo entre sus cosas, sacó unos papeles, entró a la habitación de Mar y buscó entre la maleta que llevó consigo, halló una carpeta de cuero, aspiro aire y se sentó en el sofá frente a la habitación, entre la de ella y la suya, abrió lo que tenía entre las manos con ansias, esperaba aclarar todo.
«Analía De los ángeles Jiménez», un documento con su foto lo confirmaba, en su casa estaba Analía, a quien su hermano amaba, más no explicaba por qué que se casó según él, con la hermana y no con Analía. «Necesito encontrar a aquel médico, él debe saber». Halló más papeles entre sus cosas, había sido diagnosticada antes con artrosis, había padecido, además, otras enfermedades, había una carta que indicaba que era discapacitada y requería la asistencia de un familiar, «Un cuidador, soy su cuidador».
Una hoja de apariencia más deteriorada reposaba doblaba debajo del resto de documentos. Lo saco y lo desdobló con interés. Era una carta de Abel, dirigida a Mar, la verdadera Mar.
Estimada Mar,
Ante todo, quiero decirte que estoy a punto de partir a un misión, el deber me llama y es una responsabilidad ineludible, pasaré a despedirme cuando sea el momento. Espero siempre estén bien, por favor, disculpa mi abuso, dile a Analía que pienso en ella siempre, que nada ansió más que verla de nuevo, quizás cuando regrese, me atreva a decírselo yo mismo, le escribiré cartas dirigidas a ella, que espero tú puedas leerle…
Agradecido siempre
Abel Irazábal.
Soltó un suspiro y pego la carta contra su pecho, nada de lo que leía le aclaraba más allá de que su hermano no fue directo con la chica sobre sus sentimientos, al menos no hasta esa carta que con seguridad fue escribió cuando supo que partiría a la guerra, Abel sabia o andaba en algo más, esas cartas eran peligrosas. Decidió custodiarlas él, aunque no fueran suyas. La guardó en una caja fuerte.
Tras verificar que el perro se hubiese comido todo, se fue a dormir, sonrió al sentir la suavidad de su cama, amplió la sonrisa cuando escuchó que algunas gotas de lluvia caían en la calle, su casa no tenía goteras, su sonrisa se desdibujo por un momento, no podía engañarse, en aquella casa fue feliz, como no había logrado serlo en esta y la diferencia la hizo ella.
Al despertar verificó que el perro estuviera en la habitación de Mar y no en la casa haciendo desastre, ella dormía aún, serena, moría por tocarla, abrazarla, decirle que la quería y que había roto su corazón, que necesitaba que le explicara que estaba pasando, pero se dio medio vuelta, la dejó dormir y bajó a preparar el desayuno.
En el viaje de ida a San Isidro, solo pensaba en servirle el jamón curado al llegar a Alcázar, ahora se sentía ridículo, tras preparar el desayuno, hizo inventario de la comida, nunca consideraría que había suficiente, debía comprar más mientras pudiera. Tocaron a la puerta, resopló resignado, eran sus vecinos a quienes ahora no podía hacer desaires de forma abierta, los necesitó y allí estuvieron para él.
Al abrir la puerta, la sonrisa de Pía lo encandiló, se colgó de su cuello y le estampó un beso en la mejilla, pasó sin ser invitada, sentiría que ya no tenía necesidad de pedir permiso, mostró las llaves en sus manos y se las entregó.
—Buenos días, me alegra verte, aquí están tus llaves. —Sonrió con coquetería.
—Gracias, te agradezco mucho que te ocuparas de Mar.
—No fue nada, es un pequeño angelito. Debí traerte algo para desayunar, aún debes estar agotado, mi padre me dijo que has traído a un perro.
—Sí, es el perro de Mar.
—Ya quiero conocerlo, ¿te acompaño a desayunar?
Xavier afirmó.
—Por supuesto, es lo menos que puedo hacer después de lo que hiciste por mí y mi cuñada, invitarte un desayuno.
Ella sonrió, afirmó y se encaminó con seguridad hacia la cocina. La siguió resignado. Miró hacia la plata alta, hacia la habitación de Mar, aún su puerta permanecía cerrada. Al entrar en la cocina ya Pía servía la comida que él había preparado.
—A Mar, se lo llevaremos a su habitación, más tarde cuando despierte, aún debe reponer fuerzas, la pobre. Seremos solo tú y yo.
—Gracias.
Ella sonrió, hizo una seña para que se sentara.
—Estoy muy feliz de que hayas decidido volver a Alcázar, nada bueno iba a salir de que te quedaras solo en el campo con esa chica, tan enferma. Te echábamos mucho de menos.
—Pía, les agradezco mucho lo que han hecho, y sus atenciones, pero no puedo corresponderte como esperas —sentenció firme, ella cambió la expresión alegre por una seria, intentó sonreír.