Un hombre de paz, de letras, que se consideraba racional, con sentido común, ecuánime, pero sostenía con firmeza el arma, la miraba con la seguridad de que la usaría de ser necesario, él no era un cobarde, amaba a esa mujer, no permitiría que nada le sucediera, cerró el cajón con fuerza tras asegurarse de que el arma estuviera cargada. Aspiró con todas sus fuerzas, la puso en su cintura y regresó con sus vecinos.
—Necesito que alguien se quede aquí por si vuelve.
—¿Cómo va a volver?, esa pobre muchacha es ciega —comentó el señor Marcelo. Negó sin alzar la vista.
La intensidad de la mirada de Xavier se desvió del hombre y se posó sobre Pía, palmeó sus manos. Ella alzó el mentón, lloraba, con la nariz enrojecida.
—¿Cómo pudo irse?
—Quizás ya tenía la maleta hecha. Cuando fui por comida, debió irse, al subir ella no estaba, la busqué por toda la casa. Lo siento tanto, te fallé.
—No te culpes, no podías saber que quería irse. La encontraré.
Se subió al auto y comenzó a dar rondas por las zonas cercanas, «no pudo haber ido lejos», pensó: sola, ciega, adolorida, sin conocer a nadie, el peligro que corría sola en la calle era real. Trató de apagar sus pensamientos, necesitaba concentrarse en buscarla, hallarla y regresarla a casa con él. Sintió su mundo colapsarse al saber que se había marchado, le había fallado a Abel, a ella, a él mismo.
Nadie había visto a una chica ciega sola con una maleta por la calle, Xavier se detuvo en cada tienda, negocio, bar, esquina de los alrededores, la policía era la última de las cartas que usaría, no conocía a nadie, no podía recurrir a nadie para hallarla, estaba solo, desesperado, sin saber qué hacer, se obligaba a pensar en una manera de hallarla.
Sí conocía a gente que podía ayudarlo, no eran las mejores personas, pero conocían la calle, tenían conexiones y le debían un favor, o eso dijeron cuando hacía dos años, sacó de la cárcel al menor de los Moncada, rateros, maleantes de poca monta, accedió a sacar al chico de la cárcel bajo amenazas, destruirían su despacho, amenazaron con dejarle un tiro en medio de la cabeza si desistía de ayudarlos, lo hizo y cuando el chico salió en libertad, le ofrecieron una fiesta que rechazó, y la promesa de pagarle sus honorarios con un favor, que él jamás pensó en cobrar, hasta ese día.
Estacionó el auto cerca de la calle principal del barrio al que iba, apenas recordaba las calles sucias y alborotadas, recorrió unos pocos pasos sintiéndose tenso, llevaba un arma debajo de la chaqueta, en su traje de tres piezas, por su rostro rodaba una gota de sudor, a pesar del frio que hacía en el día. Al ver los puestos del mercado fue como si su mente se activara y recordara el camino, caminó hacia la casa dando pasos seguros, esperanzado por la idea de que esa gente lo ayudaría a encontrarla.
Cuando por fin estuvo frente a la puerta de la casa de la familia Moncada, sintió frío, pero uno distinto al que enfría el cuerpo por la temperatura del ambiente, este era un frio interno que lo recorría de pies a cabeza dando pequeñas punzadas de vez en cuando. Alzó la mano y tocó con fuerzas a pesar de que temblaba, después de unos segundos angustiantes en los que esperó a que abrieran, por fin vio el rostro de la matriarca de la familia.
La mujer abrió los ojos de forma exagerada y se llevó las manos a la boca tras soltar un jadeo de asombro.
—Abogado, ¿se perdió?
—Necesito un favor —pronunció con firmeza, la mujer movió la cabeza de arriba abajo dedicándole una media sonrisa.
—No nos gusta deber, que buenos que ha querido por fin, cobrarse el favor, ¿le sirvo té?
—No gracias, necesito encontrar a la esposa de mi hermano, ella…
—Estamos bien, gracias por preguntar, mi pequeño Moisés ahora anda con sus hermanos, han prosperado bastante, debería verlo, es casi un hombre ya —dijo la mujer, suspiró esperanzada.
—Lo siento, mis modeles, es que estoy en medio de una situación desesperada, ella está enferma, y yo la cuido porque mi hermano está peleando, está mañana salió de casa, se perdió, es ciega, está enferma, necesito encontrarla.
La mujer castaña con mirada curiosa se mantenía sería, afirmó liberando el humo del cigarro, alzó una ceja y ladeo la cabeza.
—Su hermano, ¿de qué lado de la guerra está? —inquirió.
—¿Importa?
—Sí, le debemos un favor, queremos pagarlo sin ayudar a traidores, podemos esperar dos años más para que se cobre ese favor —expresó con molestia en sus gestos.
—Es él quien está en la guerra, no yo.
—De cierto modo sí, usted cuida a su esposa.
Xavier le dedicó una mirada de desprecio a la mujer.
—Le dije que es una mujer ciega, enferma, que no conoce la ciudad…
—¿Soldado?, creo que sí, creo recordar que era del ejército, uniformado, apuesto, simpático…
—Podemos ayudarlo —dijo un hombre, se mantenía de pie en el pasillo que daba a los dormitorios —, a mi madre le gusta meter la política en todo, deberá disculparla abogado.
El hermano mayor, lo recordó. Xavier afirmó, esperaba no estar cometiendo un error al acudir a ellos, eran hombres malos, para nada de confianza, al ver aquel hombre con la mitad de la cara cortada, su mirada cínica y su sonrisa fría, pensó que se había equivocado. Se levantó del sofá.