Lo hicieron hasta una cabaña diferente sobre el comedor había abundante comida y bebida. A la cabeza de la mesa estaba sentado un hombre a quien reconoció de inmediato: Armando Loreto. Sus ojos dorados lo escanearon con familiaridad, le dedicó una sonrisa amable.
—Está listo el desayuno, siéntese —dijo señalando la silla frente a él.
—Los demás…
—La chica está en cama y su hermano también, dejé que Abel descanse, comerá en su cama.
Xavier asintió, sintió regocijo al recordar que los tenía a los dos bajo el mismo techo, vivos. Se sentó frente al hombre, general amigo de Abel según le había dicho cuando lo vio en Mirabal.
—¿Es cierto que nos ayudará con las municiones y las armas? —preguntó directo.
—Lo haré.
—Es un hombre diferente —comentó con diversión.
Xavier alzó los hombros negando.
—Tal vez. Quizás no me convenga seguir siendo espectador. En una guerra, todos sufrimos las consecuencias.
—Así es. Esta gente solo quiere el poder, por el poder, hay un hombre que sabemos podrá dirigir esto como corresponde, no es militar, nunca lo fue, pero tiene nuestro apoyo, no le daré detalles porque lo protegemos, es una parlamentario, es todo lo que le diré. Su hermano se comprometió personalmente a ayudarle. Cree en la causa.
—Abel es un hombre de principios.
—Sí, contamos con buenos hombres, unos de la milicia y otros del pueblo —dijo y señaló hacia una silla, Manuel asintió en su dirección con expresión tranquila.
—La familia Moncada está comprometida, mi madre dirige la cocina, mi hermana menor ayuda a curar a los enfermos, mis hermanos y yo alzamos las armas, he puesto a mis hombres —explicó Manuel.
—Pero hay algo que quieren —dijo Armando Loreto alzándose de hombros.
—Las armas y municiones, lo sé —respondió Xavier.
Negaron los dos.
—Eso ya nos lo aseguró usted. Aquí hay muchos hombres que pronto partirán, iniciaremos un enfrentamiento con el régimen, mi hermana menor está soltera, nos gustaría casarla antes.
Xavier quiso rodar los ojos. Otra vez se presentaba la misma situación, un grupo de personas presionándolo para que se casara, pensó.
—No entiendo qué quieren —expresó con desdén.
—Abel consiguió la anulación de su matrimonio, podría casarse con ella —soltó Manuel.
—¿Por qué no se lo piden a él? —inquirió.
—Está deprimido, esa es una enfermedad de verdad, la gente no lo cree, pero uno se puede enfermar de la mente, de los sentimientos, yo lo entiendo —explicó Loreto —, perdió una pierna, es un muchacho joven, se siente menos, por lo que se ha negado a casarse, dice que morirá.
—¿Qué creen que puedo hacer yo? —preguntó incómodo.
—Hablar con él, convencerlo de que hay una vida para él aún. Uno de nuestros médicos emprendió un viaje hace una semana para conseguirle una prótesis adaptable, podrá caminar sin usar las muletas, que lo ponen de peor humor. Dirigirá la parte estratégica de nuestra misión, no estará en peligro en medio de las balas, lo necesitamos de pie, con ganas de vivir, y le prometí a este muchacho que casaría a su hermana con un hombre que no fuera a morir en la guerra.
—Pues prometió un imposible, ha sido imprudente General.
—Cuidado Irazábal, cuide como me habla.
—Lo siento, en medio de una guerra, nadie está exento de salir ileso, usted debería saber eso mejor que yo, me he mantenido al margen de las luchas políticas y he sido víctima de la guerra, mi hermano terminó herido, me apresaron, mermó mi trabajo, el racionamiento de comida nos asfixió, sin contar con el miedo que se nos ha instalado en el cuerpo, no salía a la calle sin sentirlo, sin temer.
—Tiene razón abogado, cuando esta guerra terminé, y terminará, si ninguno de mis hermanos o yo quedamos con vida, al menos me gustaría pesar que mi hermana estará protegida, cuidada.
—Manuel, te debo más de un favor, tu hermana no quedará desamparada mientras yo viva, dejemos que Abel tome sus propias decisiones. Una mujer puede aportar al mundo más que su nombre femenino y su firma en un acta matrimonial o su útero para perpetuar un apellido, no sé si se case, pero yo me ocuparé en persona de que su hermana alcance a ser lo que quiera ser en la vida.
Manuel suspiró dubitativo.
—Suena bonito, la prefiero casada. Ayúdeme.
Xavier suspiró frustrado.
—Lo intentaré —respondió por decir algo.
No quiso tomar el desayuno con los hombres, prefirió hacerlo con Analía, se ofreció a llevarle el desayuno. Tenía una noticia inquietante que darle. Ella sonrió al oírlo saludarla desde la puerta.
—No puedo creer aún que estés aquí —dijo emocionada.
—No puedo creer lo que te emociona la idea.
Abrió los brazos exigiendo que la recibiera, dejó la comida junto a la cama y la abrazó, besó su frente y sus labios.