El Culto a Las Reliquias

CAPÍTULO I LAS RELIQUIAS

Las reliquias, restos físicos y materiales de los santos u objetos relacionados con ellos que, por analogía, se convierten en reliquias, son, en sí mismas, objetos pasivos, pero que se cargan de valor cuando entran en contacto con los fieles, siendo parte integrante de la vida cotidiana durante la Edad Media. De algún modo expresan la voluntad del santo al que pertenecen, son obligadas en los altares de las iglesias, son necesarias en los tribunales para los juramentos, ayudan a conseguir la victoria en la batalla, emanan perfumes, o curan enfermedades. Distintos nombres designan a las reliquias. Así, se conocen como pignora, brandea, sanctuaria, beneficia, palliola, y, además, en algunos textos de la Edad Media aparece la expresión «grandes reliquias» para designar aquellas que motivan una devoción particular, básicamente reliquias corporales. Junto a los cuerpos y reliquias de los mártires, hay que destacar especialmente las reliquias carnales de Cristo y, por analogía, todos los instrumentos de la Pasión, en particular la madera de la Cruz. En el caso de la Virgen, al no ser mártir y no haber realizado milagros en vida, y al haber subido al cielo, era muy difícil la presencia de restos corporales. Es preciso recordar que existen distintos tipos que, de algún modo, podrían establecerse jerárquicamente. Las reliquias reales, es decir los fragmentos de un cuerpo santo, se dividen en tres categorías: insignes (cráneo, fémur, tibia), notables (mano, pie) y menores (diente, costilla).

La gran demanda de reliquias llevó a que, desde finales del s. IV, las iglesias no consideraran como reliquias sólo los restos humanos sino que, a partir de ese momento, se incluyeron también las reliquias reales no corpóreas, reliquias indirectas (ex contactu), es decir los elementos que fueron utilizados o que habían estado en contacto con el santo: jirones del vestido, aceite o cera de las lámparas que alumbraban cerca de la urna, agua de una fuente dedicada al santo, su sepulcro, o los objetos encontrados santificados por su presencia prolongada cerca del mismo. Especialmente valiosos son los aceites y otras materias que tenían su origen en los huesos de los santos, y los líquidos obtenidos por vinage (líquidos resultantes de haber lavado los restos de los santos y reliquias con vino y plantas aromáticas, que son tenidos por medicinas capaces de curar las más graves enfermedades o librar de la posesión del demonio).

En buena lógica el relicario, como el sarcófago, al haberse beneficiado del contacto con las reliquias —o el cuerpo— del santo, se convierte él mismo en una reliquia y participa de la virtus del santo. Así, incluso vacío, puede ser objeto de devoción, como es el caso del Santo Sepulcro de Jerusalén. Se conoce el caso de que los viejos trozos de madera de una arqueta, sustituida por otra de orfebrería, se hayan distribuido como reliquias o, incluso, el caso de un relicario vacío que hace milagros como si el santo estuviera presente (Milagros de San Prudencio). Un caso frecuente es el de la bipolarización del culto, que se manifiesta por una parte en torno al relicario «lleno», y por otra en torno al relicario (o sarcófago) vacío. Sin embargo, este estatuto sagrado conferido a veces al relicario vacío a menudo es poco respetado, ya que la realización de un relicario tiene también una lógica económica; siempre es posible utilizar el metal o las piedras preciosas en caso de necesidad de liquidez. Si no se conocen casos de donación de relicarios vacíos, abundan los ejemplos de ventas: la legislación eclesiástica, en este caso, preverá que el comprador no pueda ser laico y, en todo caso, es recomendado retirar las reliquias del relicario antes de su venta.

Por todo ello, monasterios, catedrales e iglesias se disputaban la posesión de reliquias, cuanto más significativas mejor, siendo a veces cuestionables los métodos de obtención. Ello fomentaba los hurtos y propiciaba la saturación del mercado, no siempre con garantía de autenticidad. Su veneración favorecía, además, la Translatio de restos de santos, especialmente célebres por sus virtudes y milagros. A veces, el procedimiento era simplemente el hurto, producido de las más variadas formas y con el consentimiento de los contemporáneos que escuchaban los relatos y los consideraban manifestaciones de auténtica virtud cristiana. Así, el pío latrocinio, practicado con diferentes pretextos, pretendía obtener la protección que emanaba de las reliquias. Recordemos al propio obispo Gelmírez quien, según relato de la Historia Compostelana que tiene todas las características de una narración hagiográfica de robo de reliquias, en su viaje pastoral (1102) a una serie de iglesias dependientes de la diócesis de Santiago, en Portugal, observa que algunas reliquias de santos no están bien cuidadas y decide trasladarlas a Compostela, fraguando un plan, durante la noche, por inspiración divina.

En otras ocasiones, se llevaba a cabo una petición a monasterios o iglesias poseedores de determinadas reliquias para que les cediesen algunas, aunque si una reliquia se daba espontáneamente o se regalaba no se apreciaba tanto como si era robada. Este afán por la posesión de reliquias facilitó su tráfico y falsificación. A pesar de que, a partir del siglo IX, las reliquias debían ir provistas de autentificación mediante tiras de papiro o de pergamino, el mercado se inundaba, por ejemplo, de nuevos fragmentos de la Vera Cruz. Todo ello llevó a que el Papa Inocencio III, en 1215, según se verá más adelante, prohibiera la veneración de reliquias que no tuvieran certificación de autenticidad. Curiosamente, a los traficantes de reliquias falsas se les denominaba «perdonadores» o «buleros». En la «Farsa de los Perdonadores», un monje presenta ante la multitud absorta la cresta del gallo que cantó en casa de Pilatos cuando San Pedro negó a Cristo, la mitad de un tablón del Arca de Noé y un guijarro del Paraíso.




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