El cumpleaños de Robert Colan

Capítulo 1

Un barco encalló en uno de los muchos muelles de la ciudad de Ellis en una noche nublada. Sin estrellas. El barco era del mismo tamaño que el resto de los barcos pesqueros; su aspecto maltratado contaba muchas historias. Había viajado a distintas partes del mundo.

Una puerta enorme, adecuada para una persona de tres metros, se abrió. Un hombre de vestimenta casual (unos pantalones azules con parches y una camisa blanca con agujeros) salió. Tenía una cabellera negra larga a medio peinar y un bigote mal cortado. Su rostro y sus brazos tenían un bronceado propios de alguien que estuvo mucho tiempo en altamar.

Era alto y tenía unos brazos fuertes. Necesitaba esos brazos fuertes para cargar a “Negro” y “blanco”. Los dos cachorros movían las colas, muy contentos de por fin haber llegado a tierra firme. Ambos lamieron el rostro de su amo; él correspondió las muestras de afecto dándoles un beso a cada uno.

Robert Colan tomó una bocanada de aire fresco. El olor a pescado no le molestó. Estaba acostumbrado. Junto a él salió Mitchell, un hombre delgado y calvo. Cargaba con dos maletines. Uno negro y uno dorado. El negro solo contenía una muda de ropa y un desodorante; el dorado contenía una pieza clave para tener el control de la ciudad.

Junto a ellos bajaron cinco personas más. Cada uno con una mochila que contenía toda clase de armas.

Robert Colan y sus hombres estaban emocionados por haber llegado a la ciudad de Ellis. Con solo verla por unos minutos era suficiente para llegar a la conclusión de que se quedarían ahí por el resto de sus vidas.

Ninguno de los siete fue a visitar la ciudad de Ellis con fines turísticos.

Ellos tenían una motivación más permanente. Querían apoderarse de la cuidad.

Robert Colan tomó otro poco de aire con esencia a pescado y dijo:

—En un año esta ciudad será mía.

Y lo cumplió.

Lo primero que hicieron apenas bajaron del barco fue buscar un lugar que se convertiría en su guarida principal. Lo encontraron en forma de un edificio de cinco pisos de aspecto antiguo. Lucia como algo construido hace varios siglos y eso se notaba mucho más comparado con el resto de viviendas y propiedades de la calle.

La calle Sevam se encontraba en un proceso de remodelación y modernización. Las casas lucían nuevas, pintadas con colores pasteles. La nueva mano de pintura las hacía lucir brillantes. Todo se veía nuevo y estilizado. Todo menos el edificio. En la enorme puerta de madera estaba colgado un letrero que decía: En venta.

—Perfecto — dijo Robert Colan. Tomó el letrero y él y sus hombres entraron al edificio.

Compraron el edificio y los dueños se fueron de la ciudad a pasar sus últimos años de vida en una playa tomando cócteles de colores con una sombrillita de adorno.

Eso fue lo que dijeron.

Lo que realmente pasó fue mucho más violento.

El señor y la señora Asante estaban sentados en una mesa sucia y roída por las termitas. Estaban atados de tal forma que no podían mover ni un músculo. La reunión se celebraba en el quinto piso, así que sus gritos de auxilio no podían llegar a los oídos de nadie.

Sus manos y sus dedos estaban estirados y conectados a una máquina. Sus muñecas tenían unas esposas que mantenían sus manos pegadas a la mesa. Cada uno de los dedos estaba amarrado a un nudo metálico y todos los nuevos estaban conectados a un palo metálico.

Robert Colan sostenía un control remoto que tenía cinco botones de colores en ambos lados. Presionó un botón. Los dedos anulares de las manos derechas de la pareja apuntaron al techo en línea recta.

Los dedos se quebraron. La pareja gritó de dolor y Robert Colan los miró con desagrado. Los demás matones se reían abiertamente de ellos. El sonido de los huesos rompiéndose era música para sus oídos.

—Eso fue por gritar cerca de mi oído. Si yo fuera ustedes mantendría la boca cerrada.

La pareja se esforzó por no gritar. Era lo mismo. Con la boca abierta o cerrada, el dolor seguía ahí.

Robert Colan presionó otro botón. Esta vez fue el dedo corazón el que apuntó al techo.

—Eso fue para acelerar las cosas. Verán estoy muy interesado en comprar su edificio.

Gracias a unos argumentos contundentes y ocho dedos rotos, Robert Colan consiguió convencerlos de que le cedan la propiedad. Firmaron los papeles correspondientes. Cuando Robert Colan se disponía a liberarlos, el cachorrito negro pisó uno de los botones.

Otro par de dedos apuntó al techo.

—Eso no se hace negro — Robert Colan miró a la sufrida pareja con una sonrisa. Él y sus matones eran los únicos que encontraban esto gracioso —. Lo siento. Ya saben cómo son los perros. Siempre quieren jugar. Mi socio y yo discutiremos sobre la veracidad de estos documentos. Ustedes, encárguense de ellos.

Los matones los liberaron. Ninguno de los dos pudo moverse, el dolor los nublaba y enceguecía. Lo último que pudo ver el señor Asante apenas recuperó la vista fue el cañón de una pistola apuntando en la cabeza a su esposa.

La pareja murió de un tiro limpio en la cabeza y sus cuerpos desaparecieron en el fondo del océano, salvo por un par de kilos de carne. Robert Colan quería acostumbrar a sus cachorros al sabor de la carne.




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