El cumpleaños de Robert Colan

Capítulo 3

Becky despreciaba a Robert Colan, tanto así que estaba siguiendo un plan que tenía como único fin matarlo dolorosamente.

La pregunta es: ¿Por qué?

Todo comenzó hace ocho años. Becky vivía con su madre en una casita en medio del bosque Lindow, ubicado en el país Castall, a 45,000 kilómetros al este de la ciudad de Ellis, ubicado en el país de Lomas.

Becky jugaba con un insecto, este recorría su mano derecha y su mano izquierda ciegamente. Los dos estaba ciegos. La habitación proveía cero luces.

—No escucho nada — le dijo Becky al insecto. Este no respondió. Esa era una de las razones por las cuales Becky amaba a los insectos. No eran muy habladores —. ¿Crees que ya es hora de salir?

No hubo respuesta. Becky lo tomó como un sí. Sacó un par de objetos del bolsillo de su falda.

La cerradura del cuarto de castigo se abrió y una niña de diez años salió. Guardó los imperdibles y los palitos metálicos en el bolsillo de su falda y se dirigió a la cocina dando pasos sigilosos. Abrió la alacena y agarró el frasco de galletas. Tomó un par y las puso en su bolsillo junto con sus herramientas.

Su estómago gruñó con anticipación. Galletas de avena con chispas de chocolate. Sus favoritas.

Regresó al cuarto de castigo y cerró la puerta. Frente a ella había varios picos afilados. Una persona más alta, definitivamente, se habría pinchado. Por suerte, Becky todavía no había experimentado el estirón repentino. Tenía el suficiente espacio para sentarse y la seguridad de no recibir un pinchazo en la cara. Se comió las galletas y esperó a que su madre la dejara salir.

Solo tuvo que esperar unos minutos.

Becky escuchó el tintineo de las llaves; la cerradura ceder y los estornudos de su madre ante las motas de polvo que ingresaban a su nariz. La puerta se abrió haciendo un sonido agonizante. El cuarto de castigo era el único que tenía una puerta metálica, más adecuada para una prisión que para una casita acogedora.

Una silueta abarcó toda la visión de Becky. Su madre se dejó ver. Tenía el cabello corto y unas notorias patas de gallo. Era una cabeza más alta que Becky y usaba un vestido rojo lleno de parches.

Se aclaró la garganta para expulsar un poco de polvo.

—Espero que hayas aprendido la lección.

—Si, no debo agarrar galletas antes de la cena — dijo una polvorienta Becky con una sonrisa de oreja a oreja. La niña deseaba que su aliento no la delatara.

Su madre suspiró y cerró la puerta de nuevo. Estornudó un par de veces más.

—Una hora más — dijo Anna.

—Está bien — respondió una resignada Becky. Ya llevaba dos horas en el cuarto de castigo. ¿Qué es una hora más?

Becky pensó que la próxima vez, además de robarse las galletas también se robaría un poco de enjuague bucal.

Últimamente me está castigando más que de costumbre, pensó Becky mientras dibujaba algo en las paredes. “Algo” era la palabra más adecuada. Todo estaba tan oscuro que era imposible ver lo que estaba dibujando.

En su cabeza estaba dibujando un elefante, pero el resultado final podría ser otra cosa; algo que no formaba parte del reino animal.

—¿Por qué será? — se preguntó Becky. Ella no dibujaba una enorme trompa al paquidermo. La trompa no estaba ubicada en su cabeza, sino en su entrepierna.

Era un animal muy, pero muy dotado.

La respuesta era muy simple: Becky hacia muchas preguntas; pero no cualquier clase de preguntas. Preguntas relacionadas a su padre.

¿Dónde está papá?

¿Cómo era papá?

¿A dónde fue?

¿En qué trabajaba?

¿Era bueno en la cama?

—¿Dónde aprendiste eso? — estalló Anna con el rostro enrojecido.

—En la escuela.

Anna podía responderle todas esas preguntas a su hija y muchas más. Pero eso significaba abrir muchas heridas y recuerdos dolorosos. El que más escocía era que cada vez que estaba enfadado, lo cual era muy seguido, metía a Anna dentro del cuarto de castigo. Cerraba la puerta con fuerza. Con ambas manos.

El cuarto de castigo lo construyó él.

Anna era una mujer adulta, así que los picos de la puerta si la pinchaban.

Anna hacía todo lo posible para evitar responder. Cambiaba de tema; se mostraba indispuesta; y en casos más extremos sellaba sus labios. Los pegaba tanto que daba la impresión que hubiera chupado un limón unos segundos antes de hablar con su hija.

Becky no se rindió y siguió bombardeándola con preguntas. Todos los días y a todas horas. Anna se hartó de sentirse como una sospechosa en una investigación policial y comenzó a castigarla por cualquier cosa.

No usar la servilleta a la hora de cenar; dejar manchado de tierra la alfombra; dejar levantada la tapa del inodoro; no cepillarse la lengua y un largo etcétera.

—Me lo agradecerás dentro de veinte años cuando no tengas la boca llena de caries – le dijo mientras cerraba la puerta metálica.

Anna usaba los castigos como un medio para darse un tiempo para sí misma. Apenas cerraba la puerta, el aire se sentía menos pesado y sus oídos le dolían menos. Ya no tenía que usar esos audífonos gruesos y escuchar música estridente.




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