El cumpleaños de Robert Colan

Capítulo 6

El palacio rosa fue construido por el millonario James Dorman hace cincuenta años. Fue una mezcla entre un capricho y un intento por enamorar a la chica que le gustaba. Isabella Villegas era tan bella como exigente. Amó el regalo de Dorman; ¿A James? No tanto.

La relación entre ambos fue complicada. Qué bueno que los dos vivían en medio de la nada, sino los vecinos no hubieron tenido ni un minuto de paz por los gritos y la porcelana golpeándose contra la pared.

No paraban de pelear. Isabella pedía más y más cosas. James se las compraba, pero eso no conseguía calmarla. Solo incrementaban más su ira. James podría comprarle más cosas, podría comprarle hasta la luna si quiera; el amor no era correspondido.

James amaba a Isabella; Isabella amaba el dinero de James y a los hombres que podía invitar a su casa. El millonario se hartó y le metió dos tiros en la cabeza y vendió “El palacio rosa”.

La propiedad pasó de mano en mano hasta llegar a la posesión del matrimonio Zolan. Richard y Helen. Ellos vieron El palacio rosa como un futuro negocio clandestino.

El palacio rosa era una casa de tres pisos de aspecto elegante, lucía como una casa de muñecas en medio del desierto. Las tormentas de arena no consiguieron quitarle ni un poco de su belleza azucarada. La casa era tan rosada que causaba en Becky unos fuertes deseos de vomitar.

Becky volvió a agradecer el no tener nada en el estómago.

Dos guardias armados obligaron a las diez chicas a formar una fila. La puerta se abrió, dentro había varios guardias más. Esos hombres acababan con la ilusión de que el lugar es un “paraíso en medio del desierto”. Todos usaban ropa casual, sucia y maloliente. Las armas en sus hombros eran de uso militar. Imposibles de conseguir en cualquier parte del mundo, la puedes comprar en cualquier esquina en Medox.

Los guardias obligaron a las chicas a desvestirse, las asearon con una manguera y les pusieron unos vestidos bonitos. Eran parecidos a los vestidos de unas muñecas, pero en tamaño familiar. Uno de los guardias se encargó de peinarlas. Tenía talento. Les tomaron una foto a las diez chicas y les crearon unos perfiles para la página web, protegida e imposible de rastrear.

Ninguna de las chicas tenía un nombre, solo un número (el de Becky era el número cinco). Les pusieron tatuajes en los brazos que decían “Soy propiedad del Palacio Rosa” y su número respectivo.

Condujeron a las chicas al sótano. Un lugar húmedo y con paredes gruesas, a prueba de sonido. Nadie podía escucharlas gritar. De todas maneras, nadie lo hacía. Todas estaban conscientes de las consecuencias de abrir la boca.

El sótano era enorme, el lugar más grande de toda la casa. Era evidente que James Dorman guardaba muchas cosas importantes ahí. Salvo por las jaulas y un par de cajas, el lugar estaba totalmente vacío. Todas las jaulas estaban vacías.

Frente a las chicas habían unos barrotes enormes que separaban la tercera parte del sótano. Uno de los guardias abrió la puerta. Becky no le quitaba el ojo a las llaves. Las chicas entraron sin chistar y el guardia cerró la puerta.

Dos de los tres guardias pusieron un televisor cerca a la jaula. Una comedia romántica. El guardia las dejó con la película. Las chicas se enfocaron en la trama mientras que Becky estaba sentada en un rincón tratando de limpiarse el tatuaje de su brazo mientras mascullaba: “No soy la propiedad de nadie”, “no soy la propiedad de nadie”.

—Pierdes tu tiempo. Ese tatuaje es imposible de quitar — le dijo Shauna.

—Carajo.

La comida llegó. Las chicas tenían razón, la comida era decente. Pollo asado con papas y ensalada. Le faltaba sal, pero se podía comer. Becky comió porque necesitaba más energías.

—En un burdel, esa carne tendría sangre y la papa habría dejado de ser comestible hace meses — le comentó una de las chicas.

—¿Podrían dejar de hablar de los burdeles?

Becky mantuvo toda su capacidad mental en idear un plan para escapar. No tuvo que pensar mucho. Las cerraduras eran sencillas. Solo necesitaba sus herramientas.

Metió su mano en su boca, luego de tantear un poco sacó un hilo delgaducho. Con precisión consiguió sacar una bolsita que tintineaba. Luego se puso de pie y se levantó la falda de su vestido morado. Varias chicas se quejaron de tener que ver el trasero pálido de Becky en primer plano.

Otras lo encontraron divertido y una quería comérselo con cuchillo y tenedor.

—Bájate la falda que me estás dando asco — se quejó Fernanda. Una de las chicas hizo el sonido de un pedo. Becky estuvo tentada a tirarse uno de verdad.

—¿Quieres escapar o no?

—Si, ¿No me digas que tienes las herramientas necesarias para escapar metidas en tu culo?

—Algunas.

—¿Por qué?

—Porque no había espacio en mi panza.

Becky sacó una bolsa diminuta de su ano y, para alegría de las chicas, se bajó la falda. Se sentó en el suelo terroso y puso las herramientas en el suelo.

—Con esto podremos…

Un pie aplastó la mano de Becky. Ella se mordió la lengua para no gritar. Se trataba de Raquel, que no se fijaba hacia donde andaba. Becky no le iba a tomar mucha importancia hasta que vio lo que tenía en la mano.




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