No sé cuánto tiempo ha pasado desde que llegué aquí.
Días. Semanas.
El tiempo en un lugar donde solo existe el trabajo deja de tener sentido.
Pero eso no importa.
En los juegos de poder, el tiempo no se mide en horas.
Se mide en influencia acumulada.
Y adivina quién está empezando a acumularla.
Eren —sí, mi “amigo”— se ha convertido en mi primera inversión emocional.
Un sujeto amable, crédulo y con una fe casi infantil en que “algún día todo mejorará”.
Esa fe… es oro puro.
No por lo que vale para él, sino por lo que vale para mí.
Porque una persona con esperanza es una herramienta dispuesta a moverse por voluntad propia.
Solo necesitas empujarla en la dirección correcta.
Hoy nos toca limpiar el almacén. Un lugar oscuro lleno de cajas, cadenas y polvo.
Mientras arrastro una caja, Eren me dice:
—Ren, ¿tú crees que algún día podamos salir de aquí?
Lo miro, medito un segundo, y sonrío.
No demasiado. Solo lo justo para parecer confiable.
—Claro que sí. Nada dura para siempre, Eren.
—¿De verdad lo crees?
—Lo sé. —Y bajo la voz—. Pero no lo digas a nadie.
Esa última frase es clave.
Regla de manipulación nº1: Haz que un secreto compartido cree conexión emocional.
Cuando alguien cree que compartes algo que nadie más sabe, su cerebro activa una sensación de confianza inmediata.
Es biología pura.
—¿Un secreto? —pregunta curioso.
—Sí. Escuché a uno de los capataces decir que pronto venderán a algunos esclavos al norte.
Si logramos entrar en ese grupo, podríamos escapar durante el traslado.
Mentira, claro.
Pero una mentira útil es más constructiva que una verdad inútil.
Eren me mira con esperanza. Y ahí entra la Regla nº2: “Da esperanza, pero no certeza.”
Porque si das certeza, la gente deja de esforzarse.
Si das esperanza, luchan por mantenerla viva.
—Podría funcionar… —dice—. Pero ¿cómo sabremos cuándo se van?
—Déjamelo a mí. —respondo, mirándolo a los ojos.
Contacto visual firme, tono seguro, ritmo pausado.
Lo básico del lenguaje corporal persuasivo.
Mientras seguimos trabajando, me dedico a observar a los demás esclavos.
Identifico perfiles:
Los sumisos.
Los violentos.
Los indiferentes.
Los que odian, pero fingen no hacerlo.
De los 40 que hay aquí, solo unos 8 son utilizables.
El resto… ruido de fondo.
Durante la comida, hago algo arriesgado: siembro una idea disfrazada de queja.
—¿No te parece curioso que solo nos den media ración hoy?
—Sí… —responde un chico.
—Seguro que los capataces se quedan con lo nuestro. Siempre igual.
Y me callo.
Nada más.
No discuto. No afirmo. Solo lanzo la chispa.
Regla nº3: Siembra la idea, no la defiendas.
Cuando alguien se defiende de su propia mente, termina creyendo que fue suya.
Minutos después, los escucho murmurar.
“La comida se la quedan ellos.”
“Siempre igual.”
“Malditos.”
Perfecto.
Esa noche, mientras todos duermen, observo el techo y repaso mentalmente la estructura social del lugar.
Los capataces: brutos ignorantes, pero obedientes.
El encargado general: inteligente, pero arrogante.
Los esclavos: rotos, pero predecibles.
Para romper el equilibrio, necesito tres cosas:
1. Alguien que obedezca sin pensar (Eren).
2. Un enemigo común.
3. Un acto simbólico que encienda el miedo y la esperanza al mismo tiempo.
¿Suena complicado?
No lo es.
Todo sistema social puede manipularse si entiendes cómo quiere sentirse la gente.
Y lo que esta gente quiere sentir… es justicia.
(Te veo intrigado.
Sí, tú.
Seguro estás pensando que esto me convierte en un monstruo.
Pero dime: ¿acaso los héroes no hacen lo mismo, solo con mejor marketing?)
A la mañana siguiente, encuentro mi oportunidad.
Uno de los capataces roba una joya de plata de los cargamentos.
Pequeña, pero valiosa.
Lo vi guardársela en el cinturón.
Y ahí nace mi plan.
Durante el almuerzo, me acerco a tres chicos que ya estaban molestos por la comida.
No digo nada directamente, claro.
—Dicen que los capataces se están llevando cosas del almacén. —murmuro como quien comenta el clima.
Los chicos abren los ojos.
Uno de ellos responde:
—¿De dónde escuchaste eso?
—Bah, ya sabes cómo son los rumores. Pero si fuera verdad… explica muchas cosas, ¿no?
Y me voy.
Dejo que la mente humana haga el resto.
Regla nº4: Nunca obligues a creer. Haz que la mente quiera comprobarlo.
Por la tarde, los capataces se gritan entre sí.
Alguien debió haber revisado el cinturón del ladrón.
Los rumores se expanden más rápido que el fuego.
Y ahí está el resultado:
Desconfianza.
Caos interno.
Pequeñas fisuras en la autoridad.
Todo gracias a unas pocas palabras dichas en el momento correcto.
Esa noche, Eren se me acerca.
—Ren… escuché que los capataces están peleando. ¿Tu plan tiene algo que ver?
Le sonrío.
—No todo plan necesita ser visible, Eren. A veces, basta con ver cómo otros destruyen su propio orden.
—No entiendo del todo, pero suena… genial.
—No te preocupes, entenderás. —digo mientras palmeo su hombro.
Regla nº5: Haz que tu aliado crea que aprende algo cada vez que te escucha.
Así, te seguirá sin saber por qué.
Antes de dormir, pienso en todo lo ocurrido.
Un día más, y ya la estructura comienza a agrietarse.
Y apenas estoy calentando.
Lo mejor de todo es que, por primera vez desde que llegué aquí, siento algo parecido a diversión.
Sí, lo sé.
Manipular personas debería hacerme sentir mal.
Pero si estás leyendo esto, dime:
¿alguna vez jugaste ajedrez y te sentiste culpable por mover un peón?
Editado: 24.10.2025