No dormí esa noche.
El recuerdo de sus ojos, de esa fuerza que me había desbordado, seguía ardiendo como una herida invisible. Jamás me había sentido derrotada. Y sin embargo, allí estaba, acostada en la cama del templo, mirando el techo, esperando que el amanecer borrara un recuerdo que en realidad no quería olvidar.
Al día siguiente, Céline me interceptó en el pasillo. Ella siempre tenía esa manera de mirar, como si cada movimiento mío fuese un cálculo errado en una ecuación perfecta.
—Tu pulso está inestable, Mi-yeong.
—¿Desde cuándo te dedicas a medir pulsos? —intenté fingir una sonrisa.
—Desde que sé que una cazadora no puede permitirse temblar.
No respondí. No podía. Céline alzó una ceja, me sostuvo la mirada por un instante y siguió caminando. Ese silencio suyo pesaba más que cualquier reproche.
La maestra nos reunió al amanecer en el patio. Sus palabras retumbaron como un golpe de tambor:
—“Somos Cazadoras. Voces fuertes. Sus faltas y temores nunca deben ser vistos. Esa victoria está a su alcance. Son sus voces, su canción, la que creará el Honmoon Dorado.”
Soo-min, la más joven entre nosotras, repitió en un susurro como si fueran oraciones grabadas en fuego:
—“Matamos demonios con nuestra canción. Arreglamos el mundo y lo hacemos correcto. Cuando la oscuridad finalmente se encuentra con la luz, nuestra canción será la que venza…”
Yo también lo repetí. No porque lo sintiera en el alma, sino porque debía hacerlo tenia que hacerlo por los pensamiento que ultimamente tenia.
El entrenamiento fue extenuante. Céline disparaba con su ballesta a blancos en movimiento, cada flecha exacta como si hubiese calculado el viento, y a veces lanzaba cuchillos que daban justo en el centro de los maniquíes. Soo-min blandía su espada corta con energía feroz, mientras usaba su látigo de energía para atrapar a los muñecos de práctica como si fueran presas vivas. Yo giraba mi guadaña lunar con precisión, la hoja brillando bajo el sol, mientras las dagas ocultas se deslizaban entre mis dedos para asestar golpes certeros.
—Concéntrate, Mi-yeong. Tu mente está en otro lado —me reprendió la maestra.
—No, maestra. Estoy lista.
—¿Lista? —arqueó una ceja—. Una cazadora que duda, muere. ¿Quieres morir, Mi-yeong?
—No, maestra.
—Entonces demuestra que eres digna de este título.
Tragué saliva. Me obligué a seguir, aunque cada giro de la guadaña me recordaba que alguien había detenido mi fuerza como si no fuera nada.
Las noches no eran más fáciles. El escenario nos esperaba, brillante, radiante, con miles de luces iluminándonos como si fuéramos diosas. El público gritaba nuestros nombres, las notas salían perfectas, la coreografía impecable. Yo sonreía, como si no existiera un solo quiebre en mí.
Pero entre nota y nota, entre grito y grito, mi mente vagaba.
¿Dónde estás? pensaba. ¿Por qué no apareces?
Al terminar una canción, mientras respirábamos agitadas, Soo-min me tomó de la mano con una sonrisa inocente.
—Estamos mejorando mucho, ¿no crees? La gente nos ama.
—Sí… nos ama —contesté, aunque mi voz sonó hueca.
Ella no lo notó, demasiado ocupada en absorber la energía del público. Céline, en cambio, sí lo notó. Siempre lo notaba.
—Mantén tu sonrisa, Mi-yeong. Una cazadora no deja que el público vea su debilidad —me murmuró mientras saludábamos con una reverencia sincronizada.
El rugido del público fue ensordecedor, como un mar que intentaba tragarnos. Y yo me dejé tragar, sonriendo, brillando, fingiendo.
Cuando llegaban las misiones, esa pregunta me quemaba más fuerte.
Nos enfrentábamos a demonios menores, criaturas que caían una tras otra bajo nuestras canciones y armas. Yo blandía la guadaña lunar con furia, cortando cuerpos que se deshacían en humo negro, mientras mis dagas ocultas se hundían en los puntos débiles que la maestra nos había enseñado a buscar.
Soo-min atrapaba con su látigo a los que intentaban huir, arrastrándolos como si fueran marionetas antes de asestar el golpe final con su espada corta. Céline mantenía la retaguardia, disparando su ballesta con precisión letal, sus cuchillos volando en un arco perfecto hacia cualquier demonio que escapara de nuestro frente.
En un callejón, una criatura saltó hacia mí, con garras que reflejaban la luz de la luna.
—¡Cuidado, Mi-yeong! —gritó Soo-min.
Pero ya era tarde. Lo enfrenté de frente, girando la guadaña en un arco devastador. La hoja atravesó su torso y, con un giro rápido, lancé una daga que se hundió en su frente. La sangre demoníaca salpicó antes de desvanecerse en humo.
—¿Estás bien? —Soo-min me alcanzó, sus ojos brillando de preocupación.
—Sí… estoy bien.
Mentira. No lo estaba. Porque mientras ese demonio se evaporaba, mi corazón latía con rabia y decepción.
¿Será hoy?
¿Aparecerá entre estos?
Y no… nunca era él.
Cada enfrentamiento ganado era una derrota secreta. Porque no era a ellos a quienes quería enfrentar. Era a él. A ese demonio que me había hecho sentir… viva de una manera prohibida.
Me juraba que lo buscaba para vengarme, para demostrar que nadie podía vencerme. Pero en lo más profundo, algo me susurraba otra verdad, una que me negaba a pronunciar siquiera en mis pensamientos.
Cuando termino el ultimo concierto del dia , el público rugió. Sonreí, saludé, me incliné como si nada pudiera romperme. Pero por dentro, las palabras de la maestra se repetían como un eco implacable:
“Sus faltas y temores nunca deben ser vistos.”
Nadie podía saberlo lo que pasaba por mi mente . Ni Céline con su mirada cortante, ni Soo-min con su fe ciega, ni siquiera la maestra.
Mucho menos yo misma.
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Editado: 06.09.2025