—¡Despierta ya, pulgosa!
Antes de poder abrir los ojos, un chorro helado me golpeó la cara.
—¡¿Qué te pasa?! —grité mientras intentaba secar el agua con la manta que me cubría.
Un dolor intenso me atravesó el pecho y me hizo doblarme sobre la cama. El ardor en el corazón se extendió por todo mi cuerpo.
¿Un infarto? Respiré hondo, una, dos, tres veces. No pude calmar el dolor.
Miré alrededor buscando a quien me había gritado. No había nadie.
En una mecedora, una muñeca de tela con cabello rubio, ojos grandes y celestes me observaba. Su brazo derecho estaba manchado, como si estuviera mojado.
—Son solo imaginaciones mías —murmuré.
Recién entonces noté que llevaba un suave y delicado camisón, que olía a libro nuevo. Asustada, miré alrededor para confirmar que no estaba en mi habitación. Los frisos blancos de la pared y el dosel azul profundo sobre la cama parecían sacados de un palacio.
Me acerqué a la ventana: casas iguales, impecables, se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Nada que ver con el diminuto pueblito de la manada.
¿Dónde estaba? ¿De quién era esa habitación?
Un escalofrío me recorrió la espalda.
Al voltear, miré a la muñeca una vez más. Los botones de sus ojos parecían más grandes que antes y podría jurar que me seguía con la mirada. Tragué saliva.
La ropa que llevaba ayer se encontraba doblada en una esquina de la cama. La tomé y antes de cambiarme, giré la mecedora para que la muñeca mirara hacia la ventana.
Los pantalones estaban algo sucios en las rodillas por la tierra. Cuando subí hasta la mitad de mis piernas, empecé a saltar una y otra vez en el lugar para poder entrar en ellos.
Y la puerta se abrió.
Un joven de cabello negro y lentes se encontraba parado en el marco de la puerta. Se quedó congelado un segundo. Sus lentes se deslizaron por su nariz, chocaron contra el marco de la puerta cayendo al suelo y, antes de que pudiera decir nada, se puso rojo hasta las orejas.
¿Quién rayos es él?
—¡Yo… ¡yo —balbuceaba sin poder encontrar las palabras —lo siento! —gritó alargando la última palabra y cerró la puerta de golpe.
En la manada todos conocíamos el cuerpo de todos. Siempre debíamos de desvestirnos al cambiar de forma, por lo que el pudor no existía. Olvidaba que los humanos sí lo tenían.
La habitación giró un poco al terminar de colocarme la camisa. Me apoyé sobre la cama.
El dolor por el vínculo con Quillén seguía ahí, no me había abandonado. Nunca antes había pasado que una pareja destinada rompiera el vínculo, pensaba que estaríamos juntos para siempre como los demás. Aunque no era como antes, se sentía extrañamente reconfortante. Cálido.
—Puedes entrar…
La puerta volvió a abrirse despacio.
—No deberías estar de pie todavía —la voz del chico fue suave, casi nerviosa.
—¿Todavía? —lo miré sin entender—. ¿Dónde estoy?
—Te lo diré cuando te encuentres mejor —repitió, sin mirarme.
Me hervía la sangre. ¿De verdad creía que iba a quedarme sentada esperando a que se dignara a soltar una palabra?
—¿Y se puede saber quién eres?
—… hoshek.
Me quedé mirando un punto fijo mientras intentaba descifrar lo que había escuchado. Pero no pude hacerlo, la palabra me sonaba inentendible, como un susurro en otro idioma.
—¿José? —le pregunté confundida.
—… hoshek.
—José —afirmé con seguridad.
Él asintió apenas.
—Bueno… ¿Cómo llegué aquí, José? —pregunté irritada.
—Estabas… mal —sus dedos se cerraron sobre el marco de la puerta—. No podía dejarte así.
Antes de poder decirle que no necesitaba sus respuestas ambiguas, el dolor aumentó.
—Mi… mi pecho arde —murmuré, llevándome la mano al corazón.
—Lo sé —dijo apenas, y bajó la vista.
Iba preguntarle por qué sabía eso, pero cuando quise hacerlo se dio la vuelta y se fue de la habitación. “Quédate aquí, te traeré de comer” dijo.
Estando en un lugar desconocido, con un chico desconocido, lejos de mi manada ¿piensa que voy a hacerle caso?
—¿Puedes oler dónde estamos?
No recibí una respuesta de mi loba. A veces necesita estar sola en los peores momentos para dejarme.
—¿Estás enojada conmigo por algo?
Decidí dejar de insistir o la molestaría. Su mensaje fue claro, estoy por mi cuenta.
—Gracias por tanto, amiga.
El suelo de madera crujió bajo mi primer paso. A cada lado se alineaban puertas blancas idénticas, salvo la que acababa de cerrar, adornada con corazones y flores azules de papel.
El pasillo era demasiado largo para una casa. Las puertas, blancas como las paredes, se repetían.
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Editado: 19.09.2025