El demonio que se robó mi corazón en una noche de luna azul

Capítulo 3

—¿Qué hiciste qué? —retrocedí un paso al escuchar sus palabras.

¿Me robó el corazón? ¿Qué tonterías estaba diciendo?

Eso explicaría la ausencia de mi loba.

—Por la Diosa… ¿quién eres, José? —mi ceño acabó frunciéndose.

Él permaneció cabizbajo, los puños apretados, sin responder.

Sabía lo que yo era: una licántropa. Los humanos tenían leyendas, cuentos de lobos, nada concreto.

¿Y él? ¿Era uno de ellos?

De reojo miré la arboleda. No estaba tan lejos. Sin mi loba, moriría si no empezaba a moverme.

Corrí. El viento me azotaba el rostro y sus pasos me respiraban en la nuca.

—¡Espera, no funcionará! —la voz de José me alcanzó desde atrás.

No le hice caso.

Ocurrió lo mismo que con el pasillo y con las casas: cuanto más me acercaba, más se alejaban los árboles.

—¡¿Qué mierda le pasa a este lugar?! —grité sin dejar de correr.

Cada vez lo sentía más cerca. Antes lo habría dejado kilómetros atrás.

—¡Si tan solo me escucharas! —jadeó.

Me detuve en seco.

No podía no contestar eso.

—¿Es en serio? ¡Te pedí explicaciones y no me las diste!

—¡Porque no estabas lista para escucharlo!

—¡No puedes decidir por mí para qué estoy lista y para qué no! —espeté—. ¡Te pregunté claramente qué había pasado!

Había elevado el tono más de lo que esperaba. Me gustaría haber tenido el valor de gritarle a Quillén, de preguntarle qué le había pasado en estos años mientras yo no dejaba de esperar y prepararme para ser la compañera perfecta para mi mejor amigo.

Dejé que José se acercara. Lllevaba la ropa que había dejado en el suelo; me la ofreció.

—Tienes razón, lo lamento —se mordía las uñas para, luego, esconder la mano tras su espalda—. Te diré todo, aunque necesito que confíes en mí.

Me di unos segundos para pensar en lo que diría mientras respiraba profundamente. Tomé mis prendas y comencé a vestirme.

Calmate. Haz visto muchas series de asesinos para sber que así no conseguirás nada.

—¿No se supone… —tuve que volver a inhalar. —que me secuestraste y me encerraste en una casa embrujada por tu manada? —entrecerré los ojos.

Él parpadeó, confundido, y se rascó la nuca como buscando una respuesta educada.

—¿Mi… manada?

—Los demonios —logré controlar mi mueca de asco al pronunciar esas palabras.

José abrió la boca sorprendido, como si no esperara que lo supiera.

—Para empezar, no usamos la palabra “manada” —dejó escapar una pequeña sonrisa y enseguida carraspeó—. ¿Es muy obvio?

—No lo hubiera esperado de tu aspecto —señalé su cabeza—. Creía que tenían cuernos.

Llevó las manos a su rizado cabello y apartó un mechón, dejando ver un pequeño cuerno negro.

—¿Y tu cuerno crece? —lo observé detenidamente.

José negó con la cabeza.

En las fotografías, pinturas y dibujos que había visto, los cuernos de los demonios eran casi tan grandes como su propia cabeza. Y eran dos.

—¿Uno solo? —pregunté, incapaz de ocultar la sorpresa—. Yo creía que todos nacían con dos cuernos.

—Eso es lo que les cuentan —replicó encogiéndose de hombros—. Un solo cuerno significa rareza y, en mi caso, debilidad —volvió a taparlo—. Hay demonios con dos, con tres, con ninguno…

Tenía que volver a los archivos de la manda para actualizar la información. Él no se parecía a los demonios rodeados de fuego, piel roja, ojos amarillos, con un tridente en la mano y una cola en forma de flecha.

—¡¿Y las patas de cabra?! —desvié mi mirada a su cuerpo, esperando ver las piernas curvadas.

José soltó una risa corta y se rascó la nuca, sin decidirse entre responder o reírse.

Un demonio muy risueño.

—Lamento decepcionarte.

—Ni dos cuernos grandes ni patas de cabra —murmuré, dando un paso a su alrededor—. Me habían contado que los demonios eran… más como el dios Pan.

—El dios Pan… —una mueca torció su boca—. Los humanos tienen demasiada imaginación, mezclaron a los dioses paganos con los demonios. Ni tocamos flautas ni perseguimos ninfas.

—Pero las ninfas no existen —dije, queriendo confirmar. Tal vez también en eso había que actualizar.

—Nosotros tampoco.

El silencio se hizo presente en la arboleda. El viento se detuvo, no había pájaros que cantaran. La temperatura descendió de repente y el cielo se oscureció. Se me erizó la piel, como si dedos invisibles recorrieran mi espalda.

—Es momento de entrar —la voz de José se volvió grave.

—Pero…

Me tomó del brazo y me atrajo contra su costado con un gesto seco. Su mano estaba helada, sin apretar con fuerza.

—Recuerda que estás secuestrada —alzando la voz hacia el bosque, como si hablara para otros oídos. Acercó su rostro a centímetros del mío.




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