La Trampa del Manifiesto.
Anastasia insertó el USB de "Los Restos de Leda" en su laptop. Los archivos estaban encriptados, pero no para un analista de su nivel. En diez minutos, el manifiesto de carga apareció en su pantalla: una lista detallada de 27 estatuillas antiguas de bronce, supuestamente sacadas de excavaciones en los Balcanes y valoradas en 150 millones de dólares. Era el cargamento que el Barón Vane había introducido en el mercado con documentación falsificada.
Liam había estado haciendo una llamada silenciosa al otro lado de su vasto escritorio. Colgó con un click sordo que resonó en el cristal.
—¿Lo tienes, Dubois? Muéstrame el punto débil.
Anastasia giró su laptop para que la pantalla quedara visible para ambos. La incomodidad de la proximidad era palpable. Tenía que inclinarse hacia adelante para señalar, y él se reclinaba para observar, forzando una cercanía que olía a peligro.
—La documentación es casi perfecta, pero hay una incoherencia geológica grave aquí, en el ítem 14, "La Muerte de Asclepio"—señaló. —La matriz de suelo indicada, la terra rossa con trazas de níquel, es específica de una región en Chipre, no de la zona de excavación que él declara, que es arcilla calcárea pura. Es una contradicción de la procedencia.
Liam se levantó y se acercó a su lado, ignorando el resto del espacio en la habitación. Se inclinó sobre su hombro, su barbilla peligrosamente cerca de su oreja mientras leía el informe.
—Un error costoso. Pero fácil de enterrar en cien páginas de burocracia. ¿Cómo lo usamos?
—Necesitamos que la galería de Vane lo envíe para una nueva evaluación. Lo forzaremos a usar un tasador de Londres al que St. Clair tiene acceso. El tasador confirmará la terra rossa y, basándose en la documentación oficial, declarará que el Barón ha estado encubriendo la procedencia real para evitar impuestos de exportación de Chipre. No es fraude, es evasión fiscal. Suficiente para un escándalo que desintegre su credibilidad.
Liam se enderezó, la satisfacción helada regresando a sus ojos.
—Excelente. No lo acusamos de robo, sino de avaricia mezquina. El mensaje es claro: si trabajas con St. Clair, eres intocable. Si trabajas contra mí...
—Te expones—terminó ella, secamente.
Ella cerró el archivo, intentando recuperar su espacio, pero él se quedó ahí, de pie sobre ella, dominando la atmósfera.
—Lo que me lleva a preguntarme, Anastasia. ¿A qué te expones tú?
La pregunta la golpeó de lleno. No era sobre Vane. Era sobre ellos.
—No sé de qué hablas. Estoy cumpliendo con mi obligación.
—Estás cumpliendo con la tuya con una eficiencia implacable. Me diste un golpe de genio con Molnár, usando mi propia inteligencia de mercado. Ahora estás analizando un fraude masivo con la frialdad de un cirujano. Dime, Ana, ¿cuánto queda de la mujer que fundó Blackwood por amor al arte? ¿O el dinero ya ha envenenado tu nobleza?
El veneno en sus palabras hizo que Anastasia perdiera el control. Se levantó tan rápido que su silla se tambaleó.
—¡No hables de envenenamiento!—siseó ella, manteniendo la voz baja para que no saliera de la oficina. —¡Tú eres el veneno! No estoy haciendo esto por dinero, Liam. Estoy haciendo esto para que mi negocio sobreviva a ti. Tú no te fusionaste con Blackwood, la atacaste. Sabías cuánto significaba para mí y sabías que, si la tomabas, yo vendría arrastrándome a salvarla.
Su pecho subía y bajaba con rabia contenida. Él no se inmutó.
—¿Arrastrándote? Te veo aquí, en mi oficina, tan fuerte como siempre. La única cosa que se arrastra es tu resentimiento, Ana. Y por una buena razón, debo admitir. Pero déjame ser honesto, porque ambos odiamos las mentiras. Yo sabía que si te quitaba Blackwood, no te arrastrarías. Sabía que me desafiarías.
Esa simple frase, la honestidad brutal, la desarmó más que cualquier insulto.
—¿Y por qué?—susurró ella, la furia drenando, reemplazada por una confusión helada. —Si esto era por el negocio, ¿por qué no simplemente la compraste? ¿Por qué la humillación, Liam?
Liam dio un paso más, cerrando la distancia entre ellos hasta que ella tuvo que levantar la barbilla para mirarlo. El aire se cargó de electricidad.
—Porque la compraba y te ibas. Y yo necesitaba demostrarte algo. Que tú no eres tan diferente a mí. Que el arte sin poder es solo una ilusión. Y—añadió su voz, cayendo a un tono peligrosamente íntimo—, porque no podía soportar que la última vez que me miraste fuera con... lástima.
—¿Lástima?—ella se rió sin alegría.
—Sí, lástima. Cuando me dijiste que elegías tu galería sobre mi dinero, lo hiciste con esa mirada de santidad que siempre me hizo sentir como un monstruo. Así que te obligué a entrar en mi juego. Te obligué a ser astuta, traicionera y brillante otra vez. Te obligué a enfrentarme. Y ahora, mira dónde estás. Aquí. A mi lado. Ayudándome a destruir a un Barón. Dime que no te divierte.
Anastasia se quedó sin aliento. Se dio cuenta de que tenía razón. A pesar del peligro, la adrenalina y la estrategia de la semana habían despertado una parte de ella que había estado dormida: la jugadora.