El Desafío Silencioso

La Disonancia Perfecta.

Angie se había excusado con una mentira blanda: “Necesito pasar por la obra, hay una cota que quiero verificar.” Carlos, siempre funcional, le había dado las llaves del auto y un beso en la frente, ya enfocado en su próxima llamada. La facilidad con que había aceptado su partida era un síntoma más de su relación: confiable, sí, pero desprovista de esa chispa que exigía explicaciones y miradas de reojo.

Condujo el Audi de Carlos, que olía a cuero nuevo y ambición, hacia el corazón del Parque Fénix.

El parque era una herida abierta en el centro de la ciudad: verjas caídas, parterres secos, y la promesa de grandeza oxidada en cada farola rota. Pero en la sección noreste, justo donde Carlos había recomendado recortar el presupuesto, el sonido era más fuerte. La melodía se había transformado de un blues melancólico a algo más frenético, un lamento lleno de ritmo que sonaba a urgencia y escape.

Angie apagó el motor y el silencio dentro del coche se sintió asfixiante. Al salir, sintió el aire de la noche: frío, con un dejo a tierra mojada y humo. Caminó hacia el origen de la música, su traje de poder de diseñador sintiéndose de repente ridículo e inadecuado.

Lo encontró bajo el toldo de un quiosco abandonado.

Era Vladimir.

Estaba sentado en un taburete de madera, con el saxofón plateado brillando bajo la luz pálida de un farol medio muerto. Llevaba una chaqueta de cuero desgastada que parecía haber recorrido diez países y unos vaqueros rotos que le daban un aire de artista vagabundo, a la vez peligroso y fascinante. Su cabello oscuro era un desorden rebelde, y sus ojos, al notar la presencia de Angie, la miraron con una intensidad que no era de reconocimiento, sino de profunda, casi molesta, curiosidad.

Dejó de tocar con un click metálico y el silencio que siguió fue más ruidoso que la música.

“¿Me has estado siguiendo?” preguntó Vladimir, sin preámbulos, su voz áspera como si no la hubiera usado en días. No sonaba grosero, solo directo, como si estuviera leyendo las notas sin adorno.

Angie se sintió atrapada, la arquitecta profesional reducida a una fan embobada. “No, yo… no. Estaba aquí por el Proyecto Cinder. Yo soy la diseñadora del parque.”

Vladimir soltó una carcajada seca, que sonó como un par de platillos chocando mal. “¿La diseñadora? Creí que eras de la policía. Tu traje grita ‘multa de estacionamiento’.”

Angie no pudo evitar sonreír. Carlos nunca le habría dicho algo así. Carlos le habría dicho: "Ese traje te hace ver como la profesional más competente de la sala".

“Soy Angie,” se presentó, extendiendo la mano, un gesto que se sintió formal y tonto en ese entorno desestructurado.

Vladimir no tomó su mano. En su lugar, tomó un cigarrillo a medio encender de un cenicero improvisado. “Lo sé. Tu diseño está por todas partes. Demasiadas líneas rectas. Demasiado miedo al color.”

“Las líneas rectas son eficientes,” replicó Angie, sintiendo que tenía que defender su arte, pero también la vida que había construido con esas líneas rectas. “Y el parque necesita orden. Está cayendo a pedazos.”

“El orden mata la belleza,” replicó Vladimir, dando una calada profunda. “Mira a tu alrededor. ¿Ves este quiosco? Es un desastre, pero tiene alma. Tus planos son una autopsia. Perfectamente limpios, perfectamente muertos.”

Esa palabra, "muertos", golpeó a Angie justo en el lugar donde sentía ese vacío. Ella misma se sentía, a veces, perfectamente limpia y perfectamente muerta.

“Esa área pequeña, el círculo,” dijo Angie, acercándose al taburete, señalando vagamente hacia la sección noreste. “Iba a ser diferente. Menos orden. Más... natural.”

Vladimir se inclinó hacia adelante, el humo flotando entre ellos. “El círculo donde toco. ¿Lo vas a demoler?”

“Mi socio lo eliminó del presupuesto esta mañana,” admitió Angie con un deje de amargura. “Dijo que nadie usa los espacios pequeños. Y que era un 'exceso de presupuesto'.”

Vladimir se levantó, sin dejar de mirarla. Su presencia era inesperadamente alta, una torre desaliñada de música y reproche. Caminó hacia su estuche de saxofón y sacó una foto amarillenta, doblada por el uso. Era el quiosco en blanco y negro, lleno de parejas bailando hace décadas.

“Este lugar es mi escenario. Es el único lugar en toda la ciudad donde la gente puede sentir cómo sonaba la libertad antes de que todo se volviera ‘eficiente’,” dijo, su voz ahora baja y seria. “Si lo conviertes en otro jardín de lavanda, habrás enterrado la única cosa en este proyecto que valía la pena salvar: la historia.”

Angie sintió un calor incómodo. Carlos tenía razón; él era un riesgo fiscal. Pero Vladimir tenía razón en todo lo demás. La pasión con la que defendía el quiosco era la misma pasión que le faltaba a su diseño final.

“Tócalo otra vez,” le pidió Angie, sintiendo una súbita necesidad de escuchar. “Esa canción. La que tocabas hace un momento.”

Vladimir la miró de arriba abajo, su traje de negocios, sus manos delicadas, la chispa de conflicto en sus ojos. Parecía estar evaluando si ella era digna de su música.

Finalmente, se encogió de hombros, volvió a sentarse, y sin mediar palabra, llevó el saxofón a sus labios.

La primera nota fue un gruñido profundo, y luego, con un aliento, se transformó en un grito de alegría salvaje. La melodía la envolvió: era caótica, sensual y profundamente viva. No era una canción que pudieras poner en una lista de reproducción, era una conversación íntima, y por primera vez, Angie sintió que alguien le estaba hablando directamente al alma, y no a su currículum.

Se quedó allí, de pie en el barro seco, mientras las notas de Vladimir desgarraban la noche, destrozando las líneas rectas de su vida. Cuando la música terminó, el mundo parecía haber cambiado de eje.

Vladimir bajó el instrumento. “¿Y bien, Angie la Arquitecta? ¿Sigo siendo un exceso de presupuesto?”

Ella tragó saliva, sus manos temblaban. “No. Eres... la disonancia perfecta.”




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