El Desafío Silencioso

El Códice de la Noche.

Angie volvió al quiosco a las once de la noche. Se había cambiado el traje de negocios por unos jeans oscuros y un suéter de lana. Era un uniforme de camuflaje para su nueva misión: la rebelión silenciosa.

Vladimir la estaba esperando. Había encendido una sola linterna de queroseno que proyectaba sombras largas y danzantes sobre los azulejos rotos del quiosco, creando un ambiente de teatro de sombras. Había instalado dos sillas plegables y una mesa auxiliar inestable. En el centro, no había un mapa, sino una pila de cuadernos viejos.

“Bienvenida al ‘Estudio de la Disonancia’,” dijo Vladimir, sonriendo con el cigarrillo entre los labios. El humo se elevaba en espirales perezosas.

Angie se sintió instantáneamente más libre. Sacó su laptop, pero Vladimir la detuvo con un gesto de la mano.

“Guarda eso. Vamos a empezar con el papel. El papel siente la presión, la duda. Los píxeles son demasiado limpios.”

Angie asintió, sintiendo la necesidad de desaprender. Sacó un cuaderno de bocetos virgen.

“El Jardín de la Disonancia,” comenzó ella, su voz baja. “El área tiene 50 metros cuadrados. El objetivo es preservar tu escenario. La única manera de hacerlo es integrarlo de forma tan brillante que su demolición parezca un acto de vandalismo. Necesitamos una justificación artística.”

Vladimir se inclinó sobre la mesa. El olor a cuero, humo y un suave perfume a menta la envolvió. “El jazz no se justifica. Solo es.”

“Pero el presupuesto sí se justifica,” replicó Angie, esbozando una pequeña fuente. “Podemos usar piedras de río y la vegetación nativa para crear un muro de sonido natural. Menos costo de mantenimiento.”

“No es un muro de sonido,” corrigió Vladimir, tomando el bolígrafo y dibujando tres líneas curvas que ignoraban por completo la fuente de Angie. “Son olas. La música no debe chocar contra una pared; debe fluir. Aquí,” señaló un rincón, “pon una pequeña elevación. Unas gradas pequeñas. La gente no tiene que sentarse; tienen que tener ganas de bailar.”

Angie sintió la familiar punzada de la frustración profesional, pero esta vez, era una frustración estimulante. Carlos siempre aprobaba su primer boceto. Vladimir lo desafiaba.

Trabajaron en un silencio concentrado durante una hora, alternando entre la precisión geométrica de Angie y la intuición orgánica de Vladimir. Ella planeaba senderos; él insistía en los atajos que la gente tomaría de forma natural. Ella especificaba la iluminación LED; él quería la calidez de faroles que parecieran antiguos.

“La luz es importante,” murmuró Vladimir, sus ojos fijos en la pantalla de su laptop, donde Angie había abierto una simulación de iluminación. “La luz debe hacer que te sientas un poco solo, un poco vulnerable. Así es cuando escuchas de verdad.”

Su rostro estaba a centímetros del de ella, iluminado solo por el brillo azul pálido de la pantalla. Angie sintió el aliento cálido en su cuello y se le erizó la piel. Era la primera vez en años que se sentía tan cerca de un hombre que no fuera Carlos.

Angie cerró la laptop de golpe. La oscuridad parcial regresó, rota solo por la linterna.

“Estamos desviándonos,” dijo Angie, su voz temblando ligeramente.

Vladimir se echó hacia atrás, el bolígrafo en la mano. La tensión flotaba entre ellos, tan palpable como el humo del cigarrillo.

“¿Desviándonos del mapa o desviándonos de tu vida, Angie?” Su pregunta no era acusatoria, sino puramente inquisitiva, como una nota disonante que exigía resolución.

Ella miró el quiosco a su alrededor: el abandono, el arte, la verdad. Era un faro de todo lo que le faltaba a su existencia cuidadosamente curada.

“De mi vida,” admitió en un susurro, sintiendo que acababa de confesar un crimen.

Vladimir dejó caer el bolígrafo. Se levantó y tomó su saxofón. “Entonces, cambiemos la melodía. Porque si vamos a romper las reglas de Carlos, lo haremos con estilo.”

Llevó el instrumento a sus labios, pero en lugar de la energía frenética de la noche anterior, tocó algo diferente: una balada lenta, sensual y con una profunda tristeza. Era una conversación sin palabras, una improvisación sobre el miedo y el deseo. Las notas envolvieron a Angie, haciéndola sentir expuesta, vista.

Cuando terminó, se acercó a ella. No dijo nada. Solo la miró con esos ojos oscuros y rebeldes. Angie pudo ver la noche, la música, el riesgo, todo reflejado en ellos. Se sentía como si estuviera al borde de un precipicio, y en lugar de miedo, sentía curiosidad.

Él levantó la mano y apartó un mechón de cabello de su rostro, un toque increíblemente tierno, pero que prometía la devastación de su mundo. Sus labios estaban a punto de tocarse.

Fue entonces cuando la linterna de queroseno se quedó sin aceite y el mundo se hundió en una oscuridad profunda e inmediata.

Vladimir soltó un gruñido bajo. “Maldita sea. Se acabó la función, Arquitecta.”

La oscuridad los forzó a separarse, rompiendo el hechizo. Angie sintió un alivio fugaz, seguido por una punzada de intensa decepción.

“Tenemos que irnos,” dijo Angie, su corazón latiendo salvajemente. “Mañana, a primera hora, presento el nuevo plan y la justificación. Tenemos que convencer a Carlos antes de que llegue la maquinaria.”

Vladimir encendió un encendedor de golpe, iluminando su rostro por un segundo. “El Jardín de la Disonancia. Con una justificación que suene tan bien como el blues.”

Angie se fue sin mirar atrás. Pero en su boca, todavía podía saborear la promesa de lo que la oscuridad había interrumpido. El sabor era peligroso y adictivo.




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