El Desafío Silencioso

El Boceto Revelador.

Angie se despertó antes de que sonara la alarma, con la adrenalina de una fugitiva. La luz del amanecer apenas se filtraba por las cortinas, pero ella ya estaba vestida y de vuelta en su escritorio, imprimiendo el “Plan Maestro Fénix v2.0”. El Jardín de la Disonancia, con sus sinuosos caminos y la preservación del quiosco, estaba meticulosamente renderizado en 3D. Había fusionado la geometría de su mente con el alma de Vladimir. Estaba arriesgando su carrera, pero el diseño se sentía real. Se sentía mejor.

Necesitaba salir antes de que Carlos despertara.

Carlos, sin embargo, estaba parado en el umbral de la oficina en casa. No vestía traje; solo una camisa de lino y pantalones, lo que hacía que su postura fuera aún más intimidante. En su mano, sostenía un trozo de papel arrugado: una servilleta de un parque que Angie había usado la noche anterior para un cálculo rápido. En ella, Angie había dibujado el contorno del quiosco y Vladimir había trazado, con tinta gruesa, el garabato orgánico del jardín y escrito la frase: "No es un muro de sonido; son olas."

“¿Qué es esto, Angie?” Su voz era baja, peligrosamente tranquila.

Angie sintió que el color abandonaba su rostro. Había olvidado el boceto sobre la mesa de picnic la noche anterior y lo había recogido apresuradamente al salir, metiéndolo en el bolsillo de su suéter. Evidentemente, había caído al suelo.

“Es un borrador,” respondió ella, con la voz apenas un hilo. “Una idea. La presentaremos esta tarde a la junta.”

“No,” dijo Carlos, acercándose lentamente. Su mirada pasó del garabato a la pantalla de Angie, donde el nuevo diseño se cargaba. La disonancia era obvia. “Un borrador es algo que haces en tu estudio, con tu equipo. Esto,” levantó el papel, señalando la caligrafía descuidada pero enérgica, “es una colaboración. Una colaboración con el vagabundo que toca el saxofón y que quiere sabotear nuestro trabajo.”

“Él no es un vagabundo, Carlos,” replicó Angie, poniéndose de pie para defenderlo. “Es un músico. Y es un genio, lo que este proyecto necesita. Estás tan ciego con los números que no ves que estamos construyendo un cementerio en lugar de un parque. Él me ayudó a encontrar la pieza faltante.”

“La pieza faltante,” repitió Carlos, soltando una risa corta y amarga. “¿De verdad crees que te contrataron por tu ‘pieza faltante’? Te contrataron para ser la arquitecta más disciplinada, la que siempre cumple el plazo y se ajusta al presupuesto. Te contrataron por ser la socia de Carlos de la Torre, la que entiende que el orden es la base del éxito.”

Apretó el papel en su mano. “¿Sabes lo que significa esto? No solo estás poniendo en peligro el proyecto. Estás rompiendo el plan. Nuestro plan. Nuestra casa de la playa.”

“Nuestro plan es una cárcel, Carlos,” gritó Angie, la furia finalmente liberada. “Está perfectamente diseñado, sí, pero no hay espacio para la improvisación, para el error, ¡para mí! Soy una arquitecta, no una máquina de calcular. Y no voy a firmar la demolición de un espacio que puede dar al parque un… un alma.”

Carlos dio el golpe final, ya no con ira, sino con una frialdad cortante. “El espacio que vas a demoler es el quiosco de tu ‘genio’. El equipo de limpieza está programado para entrar en ese cuadrante a las 9:00 a.m. de hoy. No vas a cambiar los planos. No vas a desobedecer las órdenes de la empresa. No vas a arriesgarlo todo por un capricho artístico y un… un… encuentro a medianoche.”

Ella se quedó en silencio, sabiendo que tenía razón en todo. Su rostro, sin embargo, se endureció con una resolución que Carlos nunca había visto.

“Voy a presentar el nuevo plan a las 2:00 p.m.,” dijo Angie, recogiendo los documentos con manos firmes. “Si quieres salvar este proyecto, me apoyarás. Si quieres que vuelva a ser tu socio obediente, firma la demolición del quiosco antes de las 9:00 a.m.”

Lo miró a los ojos, y por primera vez, Carlos vio no a su prometida, sino a una rival.

“Si no detienes esa demolición, no solo arriesgas el proyecto, Carlos,” susurró ella. “Arriesgas que me vaya. Y te aseguro que hoy, a las 9:00 a.m., voy a estar en el quiosco.”

Salió de la oficina, dejando a Carlos solo con el boceto arrugado, enfrentándose a una elección entre el orden que había construido y la mujer que amaba.

El reloj marcaba las 7:30 a.m. Solo quedaba una hora y media para la demolición.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.