Angie se dirigió al quiosco, sus pasos resonando diferente en la mañana recién amanecida. Ahora, cada ladrillo y cada grieta ya no eran un problema de ingeniería, sino una promesa.
Al llegar, la encontró. No el quiosco como una estructura aislada, sino una escena de actividad. El equipo de construcción ya había retirado las vallas más cercanas, y estaban cavando los cimientos para las "olas" de las gradas. En el centro, junto al quiosco, estaba Vladimir.
No estaba tocando. Estaba de pie, con las manos en los bolsillos, observando el bullicio con una sonrisa melancólica.
Angie se acercó a él. “Parece que he traído el caos a tu jardín.”
Vladimir se giró. Llevaba una chaqueta de cuero gastada sobre una camiseta oscura; ya no era solo el músico, sino la inspiración de un movimiento. Sus ojos se encontraron, y la tensión, que se había acumulado desde aquella primera noche bajo la lluvia, se hizo tangible.
“El caos trae movimiento, arquitecta,” dijo Vladimir, su voz baja. “El orden solo trae quietud.”
“Lo has ganado,” le dijo Angie, su voz temblando ligeramente. “Tu visión… la votación ha pasado. El quiosco se queda. El ‘Jardín de la Disonancia’ va a suceder.”
Vladimir sonrió ampliamente, y por primera vez, Angie vio al hombre detrás del saxofón, un alma con la misma intensidad que su música.
“Yo no lo he ganado,” corrigió él, dando un paso hacia ella. El aire se cargó de la promesa de algo más que planos. “Tú lo has ganado. Has arriesgado tu matrimonio, tu carrera, por una idea que ni siquiera era tuya al principio. Esa es la verdadera disonancia.”
“¿Y tú qué has arriesgado?” preguntó Angie, sintiéndose desnuda bajo su mirada.
“Yo he arriesgado la tranquilidad,” confesó él, su mano extendiéndose para tocar suavemente el brazo de ella. “He arriesgado que mi mundo de improvisación sea capturado por el orden de la arquitectura. Pero contigo, sé que siempre habrá espacio para que la música se escape.”
Angie no pudo evitar la oleada de emoción que la invadió. Se había despedido de su vida planeada, de la seguridad y del orden. Había elegido la incertidumbre y la pasión.
“Carlos y yo hemos terminado,” dijo Angie, la frase sonando extraña pero liberadora. “He elegido la disonancia.”
Vladimir no dijo nada. Simplemente la tomó por la barbilla y la besó. No fue un beso apresurado, sino una nota larga y resonante, una melodía que había estado gestándose en el aire durante semanas. Era el sonido del riesgo, de la libertad, de un futuro que no se podía dibujar en un plano.
Cuando se separaron, Angie se sintió como una pieza recién instalada en el engranaje de la vida.
“¿Y ahora qué?” susurró ella.
Vladimir sonrió y señaló el quiosco y los cimientos a medio cavar. “Ahora, Arquitecta, me necesitas. Necesitas que te enseñe a escuchar la disonancia. Yo te enseñaré la melodía, y tú la harás permanente.”
Angie asintió, con los ojos brillando. La formalidad había desaparecido; solo quedaban dos artistas listos para empezar a construir.
“Entonces, Arquitecta del Caos,” dijo Vladimir, tomando su mano y entrelazando sus dedos, “¿cuál es la primera nota que necesita este jardín?”
Angie miró el quiosco, la mezcla de cemento y barro, el sol filtrándose.
“La primera nota,” dijo ella, devolviéndole la sonrisa, “es el sonido del saxofón, mezclándose con el martillo.”
Y mientras Vladimir sacaba su instrumento, listo para tocar la primera melodía del “Jardín de la Disonancia,” Angie no sintió la pérdida de su vida antigua, sino la alegría de la composición que acababa de empezar.