El Desafío Silencioso

Prólogo

Silencios de Acero y Madera.

El plano de vida de Angie Rosales había sido trazado a escala 1:1, pulcro y sin notas de error. Desde la universidad hasta el ascenso en De la Torre Arquitectos y su compromiso con Carlos, todo era lineal: funcional, seguro, brillante.

Una noche, esa perfección se encontró con su antítesis.

El parque histórico estaba envuelto en el aroma a tierra húmeda y promesa de lluvia. Las luces de la ciudad lejana convertían el dosel de los árboles en un negativo borroso. Angie no debería estar allí; a esa hora, debía estar revisando presupuestos con Carlos o eligiendo mantelería. Pero la atrajo algo que su lógica no podía registrar: el quiosco.

Se alzaba en el centro del diseño como un punto de interrogación oxidado. Carlos lo había marcado con una ‘X’ roja en sus planos: demolición. Eficiencia.

Angie rodeó la estructura, sus dedos rozando la madera desgastada, las tallas mudas de un pasado que no conoció. Era un error, una reliquia, pero se negaba a ser un obstáculo. Sentía, con una intensidad desconocida, que al demoler esa estructura no solo quitaban madera vieja, sino que arrancaban una memoria del parque, su alma.

De pronto, un sonido.

Un gemido largo, metálico, que rompió el silencio con la fuerza de un rayo. No era un ruido de la ciudad, sino un lamento artístico. Jazz. Un saxofón.

Bajo el techo de metal descascarado, empapado por las primeras gotas que caían con estrépito, estaba Vladimir.

Solo. Envuelto en una gabardina, el saxofón plateado brillaba como una luna en miniatura entre sus manos. Sus ojos, oscuros e indescifrables, no la registraron. Estaba perdido en el caos rítmico que creaba. Cada nota era una fisura en el plan perfectamente diseñado de Angie. Su música no era ordenada, era una improvisación salvaje, una celebración del error y la disonancia.

Angie, la arquitecta del orden, se encontró paralizada por ese sonido. El músico no estaba ejecutando una pieza; la estaba viviendo.

Cuando la música cesó, el silencio regresó, denso y cargado. Vladimir bajó el instrumento y la vio, una sonrisa lenta y enigmática extendiéndose por su rostro.

“Este lugar,” dijo su voz, grave y con acento, “está esperando un funeral, ¿no es así, arquitecta?”

Angie sintió el pinchazo de la verdad. Estaba allí como la potencial verdugo de su escenario.

“Mi compañero ha ordenado su reemplazo,” respondió, su voz firme para compensar el temblor interno. “Es ineficiente.”

Vladimir se acercó, la lluvia ahora torrencial. Estaba muy cerca, demasiado. El agua corría por las columnas del quiosco, creando una cortina líquida a su alrededor.

“Ineficiente,” repitió él, el término cargado de sarcasmo. Sus dedos, los mismos que acababan de manipular la perfección del sonido, se alzaron. Rozaron su mejilla, y el contacto la hizo olvidar a Carlos, los planos, y la disciplina. “Algunas de las cosas más bellas de la vida, Señorita Rosales, son un caos total.”

Y en ese instante, bajo el refugio precario de un quiosco condenado, Angie se dio cuenta de algo aterrador: su vida de orden y acero se sentía, de repente, como una jaula. El desafío ya no era profesional; era personal.

La primera nota de la disonancia había sido tocada, y no había vuelta atrás.



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En el texto hay: • drama romántico

Editado: 25.11.2025

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