El día me tenía preparada una nueva sorpresa.
Ese día mi querido hermano tenía visitas. Tenían que terminar una maqueta o algo así. Era un trabajo grupal y sabía que vendría Max y uno que otro desconocido. Había escuchado en la cena que ninguno estaba muy conforme con el grupo, ya que el profesor los había armado a partir del lugar donde estaban sentados.
Apenas escuché el timbre, conté hasta cinco y me acerqué a abrir la puerta, intentando fingir naturalidad, aunque en realidad hubiera estado como un gato acechando la entrada toda la tarde.
Esperaba poder encontrarme con Max, sonreír un poco e invitarlo a pasar con cortesía, pero ni siquiera tuve que forzar la expresión de sorpresa que tanto había ensayado frente al espejo cuando vi el rostro del recién llegado.
Rápidamente, mis ojos descendieron a su camiseta, buscando su apodo.
—¿Naranjo? —Mi voz sonó a pregunta.
—¿No dejas pasar? —contestó él. Si estaba sorprendido de verme, no lo demostró.
—Oh, claro, adelante. —Me hice a un lado para dejarlo entrar—. Soy Sybilla.
—Sí, lo sé —respondió a secas, pero luego de ver mi mirada atónita, aclaró—: usas una tarjeta con tu nombre, en el café.
Tenía lógica.
—¿Eres amigo de Elias? —pregunté, buscando cambiar de tema.
Adrian se encogió de hombros.
—No, solo se me ocurrió sentarme cerca de dos idiotas el otro día y resultó la peor idea del mundo, porque terminaron emparejándome con ellos. —Puso una expresión incómoda, cualquiera habría pensado que se arrepentía de ser tan grosero con el anfitrión. Yo no, porque lo conocía y podía apostar que estaba orgulloso de su actitud fría y mal educada—. Lo siento, miles de teorías conspirativas llegan a mi mente.
—¿Cómo cuál? —pregunté, curiosa por indagar más en esa misteriosa cabeza suya.
Miró a su alrededor.
—¿También trabajas aquí? —preguntó.
Su pregunta me ofendió, solo un poco.
—Sí, el dueño de esta casa me da una mesada por dormir en mi pieza, comer bien y esforzarme en los estudios —contesté—. No tengo contrato, la partida de nacimiento es más que suficiente.
Por primera vez logré distinguir un atisbo de sorpresa, que disimuló rápidamente con otro comentario sarcástico.
—Es una suerte que te paguen por eso, la mayoría de los trabajos requieren un poco más de esfuerzo.
—Lo sé, recibo un extra preparando café a unos clientes bien extraños.
—Que oportuno —comentó.
Metió la mano en su bolsillo y sacó un billete, que dejó sobre la mesa. Conté el dinero y comprendí de inmediato la indirecta. Era exactamente lo que te costaba un café expreso en El Oráculo, la tienda de café donde trabajaba.
—Te lo dije, son bastante excéntricos —suspiré, mirando el dinero.
Entonces, mi querido hermano irrumpió en la sala.
—¡Llegaste!? ¿Cómo estás...? ¿Eh...? —Se quedó en blanco.
—Podría estar mejor —contestó Adrian.
—¿Si? —interrogó Elias.
—Podría estar viendo una serie en mi casa, pero estoy aquí.
Mi hermano se quedó sin palabras, sin embargo su carisma le impedía responder con el mismo oscuro sarcasmo, así que su lengua siguió la ruta a la que estaba acostumbrada, buscando algún detalle que comentar y de ser posible, hacer una que otra broma, de preferencia, alguna que tuviera que ver conmigo.
—¿Para qué es eso? —preguntó, señalando el dinero sobre la mesa.
—Me compró un café —expliqué, recogiendo el importe.
Elias de nuevo no comprendió, pero si cerebro necesitaba lanzar un chiste, malo, por cierto.
—¡Oye! No sobornes a mi hermana nada más llegas.
Adrian nos miró a ambos, con fingido interés.
—No se parecen mucho, ¿cuál de los dos es el adoptado? —cuestionó.
—Dependiendo de lo que entiendas por adoptado, es ella. —Me señaló sin ningún remordimiento.
Mis labios y mis párpados se abrieron de par en par.
—Te detesto —escupí, ofendida, antes de abandonar la sala con la poca dignidad que me quedaba.
Choqué con Max, que solo dios sabe en qué momento había llegado, pero no me detuve. Subí a mi cuarto y me encerré ahí, ahogando mis gritos con la almohada.
Una vez que me desahogué y ya no tenía deseos de atentar contra la vida de mi hermano, me di cuenta de algo fatal: tenía el dinero de Adrian en mi bolsillo.
Era obvio que no podía quedarme con eso, lo más fácil era ir y devolvérselo, aunque él había pagado por un café y en cuanto llegara con los billetes y sin el café me lo haría notar.
Pero no podía entregárselo mientras estuviera trabajando con Elias y Max, primero porque no estaba dispuesta a preparar dos tazas más ni tampoco iba dar la oportunidad de que volvieran a burlarse de mí.
Tenía que esperar a que terminaran y alcanzarlo antes que se fuera. Pero, ¿cómo iba a saberlo?
La única manera que se me ocurría era espiar detrás de la puerta, lo cual me resultaba más que humillante.
De partida, ¿por qué se le ocurrió pagar por un café en una casa donde era el huésped?
La respuesta llegó a mí casi junto con la pregunta: Porque era Adrian.
¿Por qué en un mundo de infinitas posibilidades tuvo que tocarle trabajar con mi hermano? Seguramente, él también se lo cuestionaba.
Bajé sigilosamente y me asomé con cuidado a la sala, pero no los encontré. Supuse que Elias los había llevado a la cocina, así que supuse que podía matar mi ansiedad moliendo granos de café. Mala idea.
Me encontré con el trío en la cocina, jugando con tallarines crudos. Elias puso una bolsa rellena encima de un paquete, cuidadosamente posicionado en el espacio entre la encimera y una mesa, que habían movido para poder realizar el ejercicio. Inmediatamente las pastas cedieron al peso, partiéndose por la mitad.
Mi hermano y su mejor amigo se agarraron la cabeza, ofuscado y Adrian dejó escapar un suspiro de resignación. Estaba de pie, intentando parecer ajeno al experimento, pero atento a casa detalle.
#11262 en Joven Adulto
#20927 en Fantasía
fantasia, mitos juvenil y dolor, mitos clasicos y leyendas urbanas
Editado: 31.05.2019