Nadie dijo que abandonar el país donde naciste y te criaste era fácil, mucho menos cuando apenas cuando se es una jovencita que estaba de su capullo y guardaba tantas aspiraciones y sueños.
Alexa quiso tomar al mundo por los cuernos.
Y el mundo terminó tomándola por los cuernos a ella.
Tenía demasiadas aspiraciones en su vida, incluso tenía una libreta desde pequeña donde había planeado todo minuciosamente.
No tener novio en secundaria ni en la universidad.
Graduarse con el mejor promedio.
Ser la profesional más capacitada en su trabajo.
Diseñar su propio departamento y vivir felizmente hasta el resto de sus días.
Quizás con un novio que se cruzara en el camino, quizás no. Eso siempre fue lo de menos.
Nunca le cerró la puerta a ese amor puro e incondicional, pero no entraba en sus listas de prioridades cuando tenía que esforzarse en no quedar de patitas en la calle y dormir debajo de un puente.
La vida se encargó de enseñarle—de la peor forma posible— que nada era certero. Un día podía estar en la comodidad de su casa imaginándose siendo una talentosa ingeniera civil que trabajaba en una gran empresa, y al otro podía estar batiendo cemento con una pala, sin poder aguantar las ampollas en sus manos.
—¡¿Terminaste ahí, muchacho?!
Clavó la pala en la pequeña montaña de cemento ya mezclado, limpió su frente sudorosa y asintió, con la respiración agitada.
—¡Ya está mezclado!
—¡Bien, comienza a traerlo aquí! ¡Date prisa! ¡Ya quiero irme al bar!
Una risita escapó de sus labios al escuchar a su maestro de obra. Hace unos meses hubiese maldecido su propia existencia ante el pedido, pero ahora no le resultaba tan complicado llevar los baldes llenos de cemento.
—¡Voy enseguida, maestro!
A las tres de la tarde habían terminado de hacer el encofrado del segundo piso del edificio. Alexa quería terminar la obra cuanto antes para ver el diseño terminado, no había visto los planes, pero hasta el momento lo que habían hecho la tenían muy emocionada. Sería un restaurante a la orilla del mar con un pequeño centro comercial arriba.
—Alex, muévete, estás en las nubes.
—Oh, sí—Avanzó por la fila. Golpeó un poco sus hombros para aliviar la tensión que le había causado llevar y traer baldes de cemento de un lado a otro.
Observó sus manos, llenas de ampollas y rústicas. No podía creer que esas mismas manos habían recibido un título de summa cum laude hace año y medio. No le pesaba trabajar y esforzarse, pero sentía que había echado todo su anterior esfuerzo a la basura.
¿De qué servía un summa cum laude en un país donde apenas y tenía papeles temporales? No tenía el dinero suficiente para validar y conseguir una visa. Todo lo que trajo se lo robó un estafador apenas bajó del avión. Le había prometido conseguir todo lo necesario para ejercer su carrera y la había dejado sin nada más que unos cuantos billetes para pagar el autobús. Porque ni siquiera la maleta le había dejado el muy hijo de animal.
Evidentemente, el primer día en ese país había sido el peor de todos, pero precisamente por ser su primer día no podía tirar la toalla tan rápido y volver.
—¡Alex Martinelli!—Dio un paso para quedar frente a su jefe. Su jefe le tendió el sobre y le sonrió, amable—. Lo hiciste bien hoy, muchacho.
Sonrió y acarició el sobre, con un destello de ilusión en sus ojos. Era el único incentivo que tenía para seguir. Ese trabajo le había caído como del cielo, literalmente. Estaba sentada en la acera con una ropa que había conseguido de un refugio cuando un metro cayó en su cabeza y escuchó un 《 ¡renuncio! 》 que venía del segundo piso.
—Gracias, jefe.
—Te has esforzado mucho, muchacho— le felicitó el hombre. Sonrió, intentando no lucir avergonzada. Su jefe era un gran hombre—. ¡Eso merece unos tragos!
Su sonrisa tembló al oírlo.
Era un gran hombre, pero tenía el defecto de derrochar el dinero en tragos.
—¡Vamos por unos tragos! —gritó el resto al unísono.
Ni hablar de sus compañeros de trabajo.
Negarse no era algo que tuviese el lujo de hacer. Era una pequeña contratista, así que le convenía resultar agradable a todos para seguir siendo contratada como albañil temporal.
Había un bar cerca del lugar donde estaban construyendo. Era cálido y preparaban carne asada. Alexa tenía mucho tiempo sin comer carne asada, era muy cuidadosa con sus gastos y no lo derrochaba en lo que, para ella, eran lujos innecesarios. Además de reunir para sus papeles, necesitaba enviarle dinero a su familia.
Desde que los empresarios habían pisado el pequeño pueblo de Atlas por sus playas vírgenes y celestes, la mayoría de los locales se volvieron costosos. Todos menos el de la señora Celeste, una amiga cercana del jefe de Alexa. Las rondas en su bar siempre eran accesibles y no había fin de semana en el que no asistieran.
—¿Recuerdan cuando este muchachito apenas y podía levantar un saco de arena? ¡El primer día desgarró dos! ¡No sé cuántas veces te corrió el jefe y tú seguías viniendo! — todos rieron al escuchar la anécdota de Kali.
Alexa se bebió el vaso de golpe, lo dejó sobre la mesa y sonrió a boca cerrada.
—Ahora cargo más sacos que tú— todos se carcajearon ante la réplica y Kali repitió la misma acción que ella con su bebida.
—Buena respuesta, muchiachio, buena respuesta.
Su jefe le dio una palmada en la espalda, orgulloso de su respuesta. Sus ojos ya estaban vidriosos y adormilados debido a la considerable cantidad de alcohol que había ingerido.
La sonrisa de Alexa se esfumó al verlo tambaleándose de un lado a otro. Cuando el anciano alzó su cerveza, lo detuvo.
—Será mejor que no se gaste todo el pago este fin de semana, hay que pagar la luz el lunes.
—Sólo será una más, descueda—dio un largo trago e hizo un ruido de satisfacción.
—Sólo sería una más, ¿eh? —inquirió, con la respiración entrecortada debido al cansancio de arrastrar a su jefe del bar hasta su casa.