El deseo de Eros

Capítulo uno: tragicomedia

Bajó del auto, arregló su auto y le lanzó las llaves al botones del hotel. 

—Llévala a su departamento—le señaló a la despampanante mujer que se hallaba en el asiento trasero—,luego guarda el auto en el estacionamiento privado. 

—Sí, señor Vivalti. 

Entró a la recepción del hotel abarcando la atención de cada huésped y empleado. No era para menos, era imposible no mirar a aquel hombre que parecía una de esas tantas esculturas griegas adornando el Lobby. No solo su nombre era atractivo pronunciado entre los labios, también lo era su presencia. Poseía esa virtud—que en ocasiones podía ser una molestia— de atraer a las personas sin siquiera buscarlo.  

La gerente general lo recibió personalmente en el elevador, sonriéndole cordialmente y mirando de forma disimulada a los empleados para que dejaran de pulular a su alrededor y felicitarlo. 

—Señor Vivalti, no lo esperábamos. 

—¿Por qué lo harían? No avisé que vendría. 

—Tiene razón—sonrió, nerviosa—. Permítame felicitarlo por la inauguración de su hotel en Atlas y por su artículo en la revista REBIF. 

Aunque las puertas del ascensor ya se habían abierto, Eros se mantuvo en el umbral. Observó a su empleada, imperturbable. 

—¿De qué artículo está hablando? 

—El de la lista de multimillonarios del año. Lo alaban como el magnate mobiliario más joven en los últimos treinta años, aplauden su trayecto y mencionan las expectativas que tienen con la red inmobiliaria en Atlas—balbuceó—. Incluso su foto está en la portada. 

—Oh, ese artículo.—Presionó el botón ya que las puertas habían vuelto a cerrarse—. Hágame un favor, deje de leer artículos como ese y concéntrese en su trabajo.  

La mujer agachó la mirada y asintió, vacilante—. Sí, señor Vivalti. 

—Y dígale al departamento de limpieza que se mantengan el suelo de recepción impecable cada veinte minutos. Es desagradable ver los enlozados llenos de arena. 

Entró al elevador sin esperar respuesta. Respiró profundo al encontrarse solo. Miró su reflejo en el espejo, su cabello negro estaba pulcramente aplacado hacia atrás y su traje lucía impecable, a excepción de esa marca de labial en el cuello de su camisa. Resopló. No sabía qué tenían las mujeres con marcar su ropa con labiales, más que un recuerdo agradable, le resultaba molesto. Hizo una mueca de desagrado al oír la melodía del elevador. Demasiado alegre para su gusto. 

En cuanto las puertas se abrieron, nuevamente escuchó las felicitaciones y los halagos por parte de sus empleados debido a la nueva inauguración de su hotel en la isla de Atlas. 

La compañía de propiedades Kolímpri iba en ascenso al igual que los números en sus cuentas bancarias. Eros se había convertido en dueño de la cuarta parte de las propiedades del país y en el propietario de la cadena de hoteles más exitosa del mismo. Eran méritos más que suficientes para ser alabado y felicitado, pero sintió que nadie era digno de festejar con él aquella victoria arrasadora en el sector inmobiliario. 

Entró a la suite presidencial y le pidió a los empleados de limpieza que se retiraran. Se desvistió y pidió un vino de merlot de su reserva personal. Se sentó en el balcón y se sirvió una copa mientras pensaba en los éxitos que estaban por venir y saboreaba el que acababa de lograr. Cerró sus ojos, sintiendo como la brisa rozaba su rostro. Aún seguía sintiéndose insatisfecho, como si hubiera una parte de su vida que deseaba borrar y no podía. Su teléfono sonó, sacándolo de su estado meditabundo. Frunció el ceño al ver que era un número desconocido. 

—Diga—contestó colocando la copa entre sus labios para darle un sorbo. 

Buenas noches, viejo amigo. Soy Samuel.

El líquido quedó a pocos centímetros de su boca. Dejó la copa en la mesa. 

—Has dicho suficiente. Alguna vez te dije que no me llamaras más que para una sola cosa. Saldré ahora mismo—colgó. 

Durante varios minutos, lo único que hizo fue observar la copa de vino frente a él. No sintió nada. Se obligó a no hacerlo. Él no lo merecía. 

 Desbloqueó su teléfono e hizo una llamada. 

Buenas noches, jefe, ¿necesita algo? 

—Sí, Selena. Necesito que vengas al hotel y me traigas los planos del proyecto en Atlas, mi padre ha muerto y finalmente voy a poder deshacerme de esa asquerosa casa.  

 

Nunca había sido amante de la playa. Había crecido en una ciudad que apenas y tenía lagos. Cuando llegó a esa isla se sintió como una intrusa indeseable. Fue el señor Abel Vivalti quien la ayudó dándole techo cuando pensó en rendirse y volver a su país en decadencia.

Solían buscar mejillones en la orilla de la playa para hacer deliciosos platos. Era en esos momentos donde hundía sus talones en la arena, donde él le contaba de su familia con una ilusión y amor que siempre le robó suspiros. Abel Vivalti le había enseñado a amar el mar, pero con su pérdida también le había hecho sentir tristeza y pesar. 

 El mundo que apenas estaba construyendo se había vuelto a derrumbar y la única persona que había estado junto a ella como un ángel guardián, se había ido. Tenía miedo del futuro y de lo que pasaría con ella. 

 El trabajo no era lo que la tenía mortificada, la cooperativa había quedado a cargo de otro maestro de obra y este le dijo que podía continuar trabajando, pero tenía que encontrar otro lugar dónde quedarse. No le dolía el hecho de buscar otro techo, sino de marcharse de uno del que se había encariñado. Era como abandonar al señor Abel. 

Limpió sus lágrimas y caminó hasta la casa. La propiedad estaba en un pequeño risco. Tenía que subir unas escaleras de madera desgastada para llegar al jardín trasero donde se encontraban las personas que habían asistido para darle el último adiós al señor Vivalti. Había limpiado la casa tan rápido como pudo y habilitado la sala más presentable para que las personas pudieran despedirse. Ni siquiera le había dado chance de cambiarse, vestí la misma ropa con la que se levantó. No dejó de llorar en su habitación, llamó a su madre y a su hermana para que la consolaran, pero lo único que necesitaba era un abrazo cálido y la única persona que pudo dárselo se había ido. Desde que lo había encontrado no se había animado a ver el cuerpo, no quería recordarlo de esa forma, pero lo cremarían en cuanto su hijo llegara y no quería arrepentirse de no haberlo visto una última vez. 




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