—Tenga—su asistente le tendió una taza de té. Eros la sostuvo y echó el líquido en la maceta que estaba a su lado, volvió a tenderle la taza y caminó de un lado a otro, como un león enjaulado y hambriento.
—¿Qué encontraste?
—Aún nada. Lo único que sabemos, por su evidente acento, es que es extranjero. Eso complicará conseguir información sobre él. De lo que sí estoy segura—Eros se detuvo y la miró, atento—, es que él si hubiese aceptado mi té de manzanilla.
Bufó y continuó su marcha de ida y venida, murmurando improperios—. Le ofrecí millones y los rechazó—masculló—. No sé si es muy orgulloso o demasiado idiota. Me inclino por la última opción.
—Usted lo trató como una basura desde el principio, es comprensible su actitud.
—¿Querías que le lanzara flores? En el velorio me trató como un ladronzuelo, ¡cuando él es el intruso!
—Esto de seguro sonará muy duro, pero para ese hombre, el intruso es usted—afirmó Selena. Eros empuñó sus manos, sabiendo que era una verdad que no podía negar—. Es evidente que esa casa tiene un valor sentimental para él. No logrará nada ofreciéndole dinero.
—Ver tantas películas de Disney con Samira te han vuelto ingenua, Selena—comentó burlón—. Estoy seguro que ese hombre es capaz de venderle su parte a mi competencia solo para desquitarse conmigo. Espero que me esté equivocando y que su poca inteligencia no llegue hasta ahí.
—A mí me pareció muy inteligente—alegó—, lo más probable es que venda la propiedad y les pida a los nuevos dueños que construya un enorme edificio para que le tape la vista, con eso de que su padre le dejó la parte del jardín trasero a él...Tenía un padre muy astuto—se carcajeó, ignorando la mirada enfurecida de su jefe. Se recompuso y lo miró, condescendiente—. Ambos sabemos que esa propiedad y esa casa son todo lo que usted desea en su vida, si la pierde no va a poder encontrar paz. Aunque le cueste, tiene que hacer todo lo posible para encontrar las debilidades de ese hombre y doblegarlo. Aún no tenemos información de él, no manejamos su pasado y no parece ceder con el dinero, así que tiene que pensar en otra cosa.
—¿Qué sugieres?
—No me paga lo suficiente como para resolverle toda la vida y me despreció el té—tomó el contrato, Eros la miró gélido antes de que pudiera carcajearse. Carraspeó—. Voy a quedarme con este contrato por motivos de seguridad.
—Destrúyelo.
—De inmediato—caminó apresurada hasta la salida y negó, sonriente—. Por supuesto que no voy a destruirlo—murmuró para sí misma.
—Selena—la susodicha enderezó su espalda y lo encaró, solícita—. Hablo en serio. No quiero que le cuentes esto a nadie. Ni siquiera en la cena con tu familia.
—Entiendo.
—¿Entiendes? —Selena asintió, efusiva—. Entonces, si hoy llegas a tu casa y tu esposo te recibe con una deliciosa cena y tu hija te pregunta “Mami, ¿qué hiciste hoy en el trabajo?” ¿Qué le responderás?
—” Lo de siempre, cariño. Nadie humilló al jefe hoy ¿Quién podría hacerlo? Es increíble, nadie puede contra él, es magnánimo, insuperable y...”—
—Basta. Sólo retírate y haz trizas a ese contrato. Dile a Samira que le mando saludos y que deje de ver a esa cerdita insoportable, ¿cómo es que se llama?
—Peppa.
Hizo una mueca de desagrado—. Esa. En fin, márchate ya. Tengo que pensar en una forma de deshacerme de otro puerco insoportable.
A Alexa le resultó irónica la forma en que la vida podría resultar en algunas ocasiones. Cuando el señor Abel vivía, detestaba acompañarlo al bar de la señora Celeste y, desde que había fallecido, sólo deseaba estar allí metida los fines de semana, en parte porque no deseaba volver a la casa después de una larga jornada de trabajo y encontrarla sola.
Estaba en una enorme disyuntiva. Era una heredera en un país al que no pertenecía y se había echado al hombro un enemigo demasiado temperamental, obstinado y poderoso, combinaciones que no resultaban beneficiosas para ella. Si se quedaba allí y Eros descubría la verdad, no solo le quitaría la propiedad, sino que también la haría papilla por su insolencia y toda la humillación que le había hecho pasar.
No tuvo más remedio que buscar ayuda a la única persona de confianza que le quedaba en esa isla; la señora Celeste.
—¿Este es el hijo de Abelito? —miró la foto en la pantalla de la computadora, con las cejas alzadas—. Santo cielo, ¿es ateo? Porque no está como Dios manda sino como se le dá la regala nada—silbó.
—Celeste, esto es algo serio—le reprochó Alexa.
—Discúlpame, cariño, pero no es un pecado nutrir las pupilas y mucho menos darse una dosis de colágeno de vez en cuando—aseveró Celeste. Alexa suspiró, aunque no le quitaba razón a la dueña del bar.
Cada foto que veía era mejor que la otra. Era alto, elegante, con un perfil griego y una mirada oscura que envolvía a cualquiera. En otra situación—y de no ser tan pedante y arisco—, hubiera quedado flechada en el instante. Pero la situación era otra…
—¿No sabe nada de él? Alguna razón por la que quiere destruir la cosa o por qué desprecia tanto al señor Abel.
—Lo siento, pero cuando llegué a esta isla, Abelito ya era un borracho deprimido y distante. La única persona con la que lo vi abrirse y permitirle que pasara esa horrorosa casa, fue contigo—se acercó a ella al asegurarse que nadie la escuchaba—. De casualidad…, ¿él sabía quién eras realmente? ¿Lo sedujiste o algo así?
—¡¿Qué cosas dice?!—siseó, paseando la vista por el bar para asegurarse que nadie la había escuchado, y la enfrentó, ofendida—. Nadie en esta isla sabe quién soy más que tú. Cuando llegué a la isla este fue el primer lugar donde pedí trabajo y no me lo diste.
—Disculpa, pero sabes que este bar no gana lo suficiente para tener otra mesera y los hombres son unos abusones—dijo, repitiendo las palabras exactas que le había dicho cuando llegó.