El deseo de Eros

Capítulo siete: "No te aferres a este lugar"

Sujetó el pequeño imán que estaba en la nevera y colocó el boletín debajo de él. Sonrió, orgulloso. Se había esforzado durante todo el lapso para impresionar a su padre. Sus amigos le decían que sus padres los invitaban a comer helado después de la entrega de boletines. Él se conformaba con que su padre le enseñara a nadar, así podrían pasar más tiempo juntos.  Además, estaba de cumpleaños. Comprendía que ese día en especial era complicado festejar o que siquiera él se molestara en ver sus notas, pero aun así guardaba la ilusión de que pudiera verlas al día siguiente o cuando se le antojara abrir la nevera.  

Buscó en el refrigerador los ingredientes para preparar una comida especial en su cumpleaños, muy en el fondo esperó encontrar un pastel. Hizo una mueca de disconformidad al verla vacía.  

—¿No fue al mercado? —murmuró.  

Miró hacia atrás para asegurarse que las bolsas no estuviesen detrás de él. Usualmente su padre hacía el mercado y le tocaba organizarlo a él. No encontró nada. Buscó entre las estanterías y consiguió lo mismo; nada. Entrelazó sus dedos con nerviosismo, preguntándose si debía decirle. Lo más probable es que lo fuera olvidado como en otras tantas ocasiones.Fue hasta el oeste de la casa. A medida que avanzó, los ruidos de construcción se volvieron más nítidos. Odiaba ese ruido. Estaba cansado de escucharlo. 

Abrió silenciosamente la puerta de la habitación donde su padre se encontraba construyendo. Estaba concentrado en su trabajo, con movimientos mecánicos y la mirada perdida, como si estuviera en una especie de hechizo. 

—Papá—el hombre no dejó de dar martillazos, sin siquiera mirarlo—. No hay nada en la despensa.  

Su padre se detuvo, introdujo su mano en el bolsillo trasero de su pantalón y le tendió los billetes. El niño extendió su mano y tomó el dinero. 

—Compra lo que quieras.  

El pequeño asintió y salió de la casa a toda prisa antes de que oscureciera. A diferencia de todos sus amigos en el colegio, su casa quedaba alejada de cualquier lugar ya que estaba entre el bosque. No era algo a lo que le diera importancia, pero sus compañeros nunca lo aceptaron por el miedo que les causaba su padre y la casa. El único que podía entrar era Samuel, pero este se había ido a vivir un año con su padre y volvía el siguiente. Mientras tanto, estaba solo.  

Compró las cosas básicas para la despensa, anotando y calculando precios para no gastar demasiado. Una vez que tomó lo necesario, se dirigió hacia la caja. Un pastel de limón con crema blanca—que estaba en el mostrador de la sección de la panadería—, llamó su atención. Sus ojos brillaron, emocionados. Volvió a sacar cuentas y hacer cálculos y se detuvo al recordar las palabras de su padre.  

—«Compra lo que quieras»—repitió, sonriente—. Señor, ¿podría darme este pastel, por favor? 

Su ánimo estaba mucho mejor que el que tenía al salir de casa. Las bolsas y el pastel estaban guindadas en cada brazo. En todo el camino no había dejado de mirarlo. Amaba los pasteles de limón. Sonrió. Cuando fuera a la escuela al día siguiente le llevaría un trozo a todos sus compañeros y alardearía sobre su padre y el obsequio que le había dado por su cumpleaños y por ser el mejor promedio del salón. A ver si así dejaban de molestarlo.  

—¡¿POR QUÉ?! 

Frenó en seco,asustado. Miró hacia la casa, respirando agitado. Las luces de la parte Oeste estaban encendidas. El estruendo de unos cristales haciéndose pedazos lo hizo volver en sí. Soltó las bolsas y el pastel, corrió con todas sus fuerzas hasta la casa y abrió la puerta de forma precipitada. Escuchó otro estruendo proveniente del dormitorio y caminó de prisa. Se detuvo de golpe al ver todo lo que su padre había arreglado y construido vuelto escombros. 

—¿Por qué…? —la voz del hombre salió casi ahogada, como si estuviera haciendo el esfuerzo de sacarla de lo más profundo. Estaba en el suelo, aferrado a un retrato y murmurando en voz baja, sin dejar de llorar desconsolado.  

El pequeño se acercó a él, apartó todo lo que había destrozado— con una destreza que demostraba que ya estaba acostumbrado— y lo ayudó a levantarse, apartando la botella de alcohol de su mano. Lo llevó a la parte este de la casa hasta su dormitorio, acarició su espalda hasta que se durmió y veló por su sueño durante una hora. Después, salió de la casa, arrastrando sus pasos hasta el bosque. Las bolsas y la caja del pastel seguían allí. Se agachó y apartó el cartón que debía proteger su pastel y lo encontró destrozado.  

Sus ojos cafés se nublaron ante la fuerte punzada que atravesó su corazón. Abrazó sus rodillas y ocultó su rostro entre ellas. Su cuerpo comenzó a temblar debido al llanto y la impotencia. Jamás debió pensar que ese año sería diferente. 

—Estúpida casa… 

                                                                         

—¿Se encuentra bien, señor Vivalti? 

Eros dejó de mirar su copa de vino y encaró a la mujer, sonriéndole con galantería. 

—De maravilla. 

La mujer le sonrió, coqueta, posando descaradamente sus ojos en él. Desde el encontronazo que había tenido con ese albañil, había decidido quedarse en el hotel algunos días para recuperarse y estar al pendiente de los huéspedes, pues, se había pronosticado una tormenta tropical. Según los meteorólogos, Mayura—así habían nombrado a la tormenta tropical— se acercaría a la bahía del norte de las costas del país y luego avanzaría por el estrecho y se debilitaría hasta llegar al sur, donde se encontraba la isla de Atlas. Sin embargo, siempre había sido precavido, con los desastres naturales. Más aún si estos se presentaban el día de su cumpleaños.  




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