El deseo de Eros

Capítulo once; la cita perfecta.

Alexa ingresó al único vivero que había en el pueblo. La casa ya estaba casi lista y deseaba volver a darle vida al jardín. Las mañanas y los anocheceres no les parecían iguales sin los colibríes en ellos.  

Lo primero que llamó su atención, fueron las hermosas cayenas en las macetas de arcilla que estaban en el patio delantero. 

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita? —se tensó al escuchar la voz aguda y la encaró, espantada. La anciana sonrió apenada al verla por completo —. Oh. Disculpe, pensé que era una chica. Usualmente no suelen entrar hombres además de mi nieto.  

—Descuide. 

—¿Viene a comprarle flores a su enamorada? No solemos dar flores cortadas aquí, todas se van con la intención de ser nuevamente plantadas. 

—Vengo a buscar cayenas para sembrar en mi jardín. —Dijo, sonriente—.  Con el ciclón quedó destrozado y los colibríes que lo visitaban se marcharon. 

— Eso es terrible, querido. Tengo las flores que buscas y te daré unas de lavanda y toronjil silvestre. Ellos los aman. 

—¿De verdad? 

—¡Así es! Mueren por ellas —canturreó, caminando casi de puntillas hasta el patio. Alexa la siguió, divertida —. ¿Tienes donde llevarlas? Serán muchos. 

—No esperaba llevar tantas. 

—No te preocupes, de seguro mi nieto podrá ayudarte con el traslado ¡Samu, querido, ven aquí! 

Alexa retrocedió por inercia al oír la forma en que llamó a su nieto. Samuel salió del pequeño almacén que se encontraba en una esquina del local. sacudiendo unos guantes de jardinería. Al verla, una sonrisa radiante surcó su rostro. 

—Señor Martinelli—le saludó, sacudiendo los guantes que traía en sus manos y sonriéndole radiante—, ¿ha venido para arreglar su jardín? 

—Sí. 

—¿Usted es el señor Martinelli? —inquirió la mujer. Alexa asintió, cohibida—. ¡Pero si es un jovencito! Samuel, jamás me comentaste que Abelito le había dejado la casa a alguien tan jovencito. 

—No creo que tenga tanta importancia abuela. —Comentó el hombre, sin dejar de sonreír. 

Samuel le ayudó a escoger las flores y la acompañó en su auto hasta la casa. Al principio temió que tocara el tema del testamento y sus papeles, pero el hombre sólo le dio consejos de cómo mantener las plantas y le contó cómo ayudaba a su abuela los fines de semana. 

—¿Cómo va la convivencia con Eros? —inquirió Samuel. 

—Mejor de lo que esperaba —respondió, sonriente.  

Samuel pensó que su respuesta había sido para tranquilizarlo, pero Alexa no mentía. Ser vecina de Eros era sorprenderse cada día. El hombre era demasiado excéntrico y meticuloso con las comidas, pero los lunes debía tener su ración de pizza y siempre solía invitarla a comer, hacía ejercicio durante las noches, detestaba que pusiera música a todo volumen y siempre se asomaba a la cocina cada vez que cocinaba sopa de mejillones. No había día en el que no pelearan por cualquier nimiedad, desde el exceso de electricidad que Eros usaba hasta la arena que Alexa traía a la cocina. Sin embargo, ambos parecían llevarse cada vez mejor. A pesar de que tenía la certeza de que su trato venía con dobles intenciones para persuadirla, disfrutaba de su compañía como nunca lo había hecho con nadie. 

Mientras más compartía con él, una sensación extraña se iba formando en su pecho.  

—Me alegra saber que se están llevando bien. Eros no es tan malo como parece. 

Alexa agachó la mirada, sonriente—. Lo sé.

                                                                  

Eros observó con gesto sombrío las puertas selladas frente a él. Todos los días bajaba los escalones y veía esos pedazos de madera ya magullados y maltrechos por el paso del tiempo y del ciclón.  

¿Habría quedado algo allí o solo había quedado tierra y agua? 

¿Finalmente todos sus recuerdos habían quedado bajo tierra o seguían intactos? 

No se atrevía a averiguarlo. 

Salió de su estado de estupor al escuchar los toques en la puerta. Al abrir, observó a una pelirroja con un vestido escotado sonriéndole coqueta. No la recordaba de ningún lado, pero había estado con tantas mujeres que no podría asegurar si la conocía o no. 

—¿Quién te dio mi dirección? —la sonrisa de la pelirroja se desvaneció al oírlo—. Agradezco el esfuerzo, pero— 

—Sólo venía a preguntarle si Alex estaba con usted. Toqué su puerta, pero nadie salió. 

Eros enarcó una ceja, incrédulo—. ¿Alex Martinelli? —la mujer asintió, efusiva—. Fue a comprar flores —entrecerró sus ojos, perspicaz—. ¿Puede saberse quién lo busca? 

El sonido de la cerámica quebrándose en el suelo los hizo girarse. Alexa se agachó para recoger el desastre que sus nervios habían causado. Eros y la mujer se aproximaron para auxiliarla. 

—Santo cielo, qué torpe eres. —Masculló Eros, recogiendo la tierra abonada. 

—Cierra la boca —espetó Alexa. Sonrió nerviosa al ver la ilusión brillar en los ojos de Abigail—. Abi, no te esperaba.

—Mi mamá quería que viniera a preguntarte si deseas comer hoy con nosotros.  

—Es muy amable de su parte, pero me temo que hoy estaré ocupado —se excusó. Eros entrecerró sus ojos, notando el nerviosismo de su vecino y la mirada risueña de la pelirroja. 

¿Qué estaba ocurriendo allí? 

—Puedo quedarme y ayudarte con el jardín si quieres. Las mujeres tenemos una muy buena mano con las plantas. 

—¡No! —la chica y Eros retrocedieron de la impresión—. Es decir…, no es por el jardín, el señor Vivalti quiere que arregle un gotero que está en su cuarto antes y puede tomarme mucho, mucho tiempo ¿No es así, señor Vivalti? —alzó sus cejas una y otra vez. Eros la miró, no dispuesto a seguir su mentira, pero terminó cediendo a la insistencia impresa en su rostro.  

Eros se levantó con los pedazos de las macetas y las flores, indiferente. —Un minuto más y me volveré loco con esa desgraciada gotera. Debe desaparecer hoy. 




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