A las nueve en punto, la campanilla del ascensor privado de Valeria anunció la llegada de Gabriel.
Valeria ya había hecho sus preparativos. Se había puesto un negligé de seda negra, tan elegante como un vestido de noche, pero que revelaba la intención. El cálculo de la provocación era su nueva armadura. Había una botella de whisky añejo y dos vasos de cristal en la mesa de centro, esperando. La música de jazz, lenta y profunda, flotaba en el aire.
Abrió la puerta.
Gabriel estaba allí, vestido con un cashmere oscuro, sin corbata, con el cuello de la camisa abierto. No llevaba un ramo de flores, sino la caja de un proyector de alta tecnología.
—Valeria. Pensé que no iba a abrir. —Su voz era tranquila, pero sus ojos devoraron el atuendo de ella, su cuerpo y el fuego en su mirada.
—Un acuerdo es un acuerdo, Sr. Gabriel. Pero las condiciones se cumplen a ambos lados. Esta noche, yo tengo el control de la atmósfera.
Gabriel sonrió, un gesto lento y peligroso.
—Me parece justo. Deje que el anfitrión tome el mando.
Entró en el penthouse. Se detuvo en el centro de la sala. El diseño de Valeria era todo cristal, minimalismo y vistas vertiginosas. Era fría, impersonal y perfecta.
—Un lugar hermoso. Frío, pero hermoso. Como su dueña. —Gabriel dejó el proyector en el suelo.
Valeria le ofreció el whisky. —Directo al grano, Sr. Gabriel.
—Directo al alma, Valeria.
Gabriel no tomó el vaso. Se acercó a la mesa de centro y con un movimiento rápido, lanzó la botella de whisky por la ventana (que estaba sellada, por supuesto). El sonido sordo del golpe contra el cristal hizo que Valeria diera un respingo.
—No vamos a beber, Valeria. Vamos a trabajar. Pero no con el alcohol. Sino con la verdad que se esconde bajo esa seda.
Valeria sintió que su estrategia de seducción se desmoronaba. Él no se iba a dejar manipular.
—¿Qué quiere, Gabriel? —preguntó ella, usando su nombre por primera vez, rompiendo la barrera profesional.
—Quiero el origen de tu Laberinto de la Lujuria. Quiero ver dónde se esconde la Valeria que diseñó la rendición.
Gabriel encendió el proyector. En lugar de mostrar los planos, proyectó en la pared de cristal una imagen de la galería de arte que él ya poseía, pero en un estado de abandono total, cubierta de polvo.
—Este edificio que ve, Valeria, fue mi primer proyecto. Lo diseñé con mi padre. Pero él murió antes de que se terminara. Y yo permití que quedara vacío. Mi fracaso.
Valeria sintió una punzada de sorpresa. Era la primera vez que Gabriel mostraba una grieta en su armadura de control.
—¿Y qué tiene que ver eso con el Laberinto?
—Todo. Yo busco la pasión que perdí. Usted busca la pasión que teme. Este contrato es un experimento, Valeria. Quiero que me muestre qué es lo que más teme de la entrega total.
Gabriel se acercó a ella, su mirada penetrando su alma.
—¿Temes ser dominada? ¿Temes ser vulnerable? Muéstramelo, Valeria. Solo así podré crear algo que valga la pena.
Valeria no pudo responder. El dolor en los ojos de Gabriel, fugaz pero real, la desarmó. No estaba jugando solo por poder; estaba jugando por algo que había perdido.
Valeria, impulsada por una necesidad que no era suya, se acercó a él.
—Yo no temo a la dominación, Gabriel. Temo el abandono que viene después.
Y sin pensarlo dos veces, su mano se levantó y tocó el cuello de Gabriel, justo en el pulso. El contacto fue suave, pero lleno de la intensidad de todo lo que habían reprimido.
Gabriel no se movió. Su pulso latía furiosamente bajo sus dedos.
—Entonces, demuéstrame que te equivocas. No te abandonaré. Pero para creerlo, necesito que confíes en mí con tu mayor debilidad.
Y en ese instante, Gabriel la tomó de la cintura y la acercó a su cuerpo. No fue un beso; fue una reclamación. Su boca se posó sobre la de ella con una ferocidad contenida, un beso que prometía más que pasión: prometía posesión. La Lucha por el Control y el Incendio.
El beso de Gabriel no fue una petición; fue una reclamación. Su boca se movió sobre la de Valeria con una certeza que no dejaba lugar a dudas. Él no buscaba probar su deseo, buscaba probar su dominio.
Valeria respondió con una ferocidad que la sorprendió. Su cuerpo, que había estado frío y contenido por años, se encendió como yesca. Sus manos se aferraron al cuello de Gabriel, profundizando el beso, no en sumisión, sino en un desafío primitivo: Si quieres esto, tendrás que luchar por ello.
Gabriel rompió el beso, pero mantuvo sus frentes unidas, su respiración agitada y mezclada con la de ella. Sus ojos oscuros ardían con una mezcla de triunfo y deseo.
—¿Ves, Valeria? El miedo al abandono no te detuvo. Solo avivó la llama.
—No has ganado, Gabriel. Solo he aceptado la regla de la caza. —respondió Valeria, su voz era un hilo sedoso y tembloroso.
Gabriel sonrió. Esa sonrisa era la única debilidad que ella podía encontrar en él. Él disfrutaba la lucha.
La tomó de la mano y la guio a través del penthouse, sin soltarla. No iban al escritorio ni a la sala de juntas; iban directamente al corazón de la fortaleza: el dormitorio de Valeria.
El dormitorio era una extensión del minimalismo frío: paredes oscuras, sábanas de seda gris, con la cama como único centro de atención.
Gabriel se detuvo en el umbral.
—Este es tu centro de control. Donde te permites ser vulnerable. —Sus ojos recorrieron la estancia lentamente—. Ahora, muéstrame el deseo que has estado diseñando en el Laberinto.
Soltó la mano de ella y se sentó en el borde de la cama, con una calma que era más intimidante que cualquier grito.
Valeria sintió que su corazón latía en su garganta. No podía retroceder. Su entrega no podía ser solo verbal; tenía que ser total.
Se acercó a él. Sus manos se posaron en la solapa de su chaqueta. Lenta y deliberadamente, desabrochó los botones. El cashmere cayó al suelo, y la visión del pecho firme y poderoso de Gabriel hizo que la sangre de Valeria se acelerara.
Gabriel no la ayudó. Se quedó quieto, observándola. Era una prueba de fuego: si ella quería el control, tenía que tomarlo.
Valeria continuó, desabrochando su camisa.
—Tú quieres mi verdad, Gabriel. —susurró Valeria—. Mi verdad es que te he deseado desde que te vi en la galería. Mi verdad es que, durante tres años, mi vida ha sido un desierto, y tú eres la tormenta.
La camisa de Gabriel se abrió. Sus abdominales eran una escultura de fuerza y disciplina. Valeria deslizó sus dedos sobre su piel cálida. El aliento de Gabriel se hizo más áspero.
—Tú eres la tormenta, Valeria. Y la tormenta siempre destruye. —dijo Gabriel, su voz apenas un gruñido.
En un movimiento rápido, Gabriel la tomó de la cintura y la levantó, haciéndola sentarse en su regazo. Su rostro estaba a centímetros del suyo.
—Tú me has provocado. Y ahora, vas a pagar las consecuencias de tu desafío.
Gabriel tomó el borde del negligé de seda negra de Valeria. Lo subió lentamente, revelando la piel cálida de su muslo. Cada centímetro que revelaba, era una intensificación del deseo y la posesión. Sus ojos no dejaban de mirar los de ella. No era lujuria ciega, era una lectura de su alma.
Valeria sintió que la armadura se derretía. El control no importaba. Solo importaba el fuego que él había despertado.
—Destrúyeme, Gabriel. —susurró Valeria, cerrando los ojos.
El beso que siguió fue el final de la resistencia. No era un beso de seducción; era la firma final del Contrato de Dominio que no estaba en papel, sino en sus bocas. - El Despertar del Fuego Eterno.
El beso se intensificó, dejando de ser una confrontación de voluntades para convertirse en una fusión de deseos largamente reprimidos. Gabriel la elevó y la depositó suavemente sobre la cama, sin romper el contacto de sus labios. Sus cuerpos, por fin liberados de la seda y el cashmere, se encontraron con una necesidad primitiva.
Valeria sintió que no solo estaba besando a Gabriel, sino que estaba besando la vida que había negado durante tres años. Él no era su dueño; era el catalizador que la obligaba a vivir en carne viva.
Gabriel se movía con una mezcla de ferocidad y una inusual ternura, como si estuviera manejando un tesoro frágil y explosivo. No se trataba de un simple acto de lujuria; era un acto de posesión que leía cada curva, cada suspiro, cada punto de vulnerabilidad en Valeria.
Sus manos expertas recorrieron la piel de ella, desmantelando la última barrera de su control mental. Cada caricia era una pregunta y una respuesta.
—Dime qué quieres, Valeria. —susurró Gabriel, su voz ronca por el deseo.
—Quiero que me muestres el centro del laberinto. —respondió Valeria, su voz era apenas un jadeo.
Gabriel sonrió contra su piel, una sonrisa de triunfo total.
—Ese lugar es solo para la rendición total. Y yo lo reclamaré.
La noche se convirtió en un torbellino de dominio y éxtasis. Gabriel no solo tomó el control físico, sino que también guio la mente de Valeria a través de sus propios límites, obligándola a expresar sus deseos más ocultos, aquellos que la armadura de la empresaria había enterrado.
Valeria descubrió que la sumisión a Gabriel no era humillante; era liberadora. Al ceder el control de su cuerpo, su mente era libre de experimentar la pasión pura. El miedo al abandono se disipó con cada roce, reemplazado por la certeza de que este hombre la poseía en un nivel donde la traición era imposible.
En el clímax de su entrega, Gabriel se detuvo un instante, mirándola a los ojos. Había una intensidad en su mirada que iba más allá del placer.
—Esto, Valeria —dijo él, su voz cargada de emoción—, esto es más que pasión. Es la verdad que yo estaba buscando.
Y con ese juramento silencioso, la noche se selló.
Cuando la luz del amanecer filtró a través del cristal del penthouse, Gabriel estaba despierto, observándola. Valeria se despertó acurrucada contra su pecho, sintiendo una paz que no conocía desde su juventud.
Pero la paz tenía un precio.
Valeria miró a Gabriel, y notó la máscara de dominio regresando lentamente. Él era el hombre de negocios, el magnate controlador.
—¿El contrato sigue en pie? —preguntó Valeria, su voz sonaba insegura por primera vez.
Gabriel acarició suavemente el cabello de ella.
—El contrato acaba de comenzar. Pero quiero que sepas algo, Valeria. No solo es por el arte. Yo te necesito. Tú eres mi reencuentro con la emoción que perdí. Y ahora que te he reclamado, no voy a dejarte ir.
Valeria sonrió. La amenaza de posesión ya no era aterradora; era una promesa.
—¿Y qué hay de tu galería abandonada? ¿El fracaso de tu padre?
Gabriel se tensó. El dolor fugaz regresó a sus ojos.
—Es el único lugar que no he podido controlar. La única parte de mi vida donde no tengo el dominio. Pero contigo, sé que puedo recuperarlo.
Y en ese instante, Valeria entendió. Ella no era solo su amante; era su socia en la redención. El Laberinto de la Lujuria no era solo para la galería; era el camino para sanar las heridas de Gabriel.
El sol se alzó sobre Manhattan. La noche había terminado, pero el Despertar del Deseo apenas comenzaba. El Despertar Compartido.
La luz del sol no despertó a Valeria; fue el peso cálido y familiar de un brazo fuerte rodeándola. Abrió los ojos y encontró a Gabriel, todavía dormido, con el rostro relajado y desprovisto de su máscara de dominio. Por primera vez, él no era el magnate enigmático; era solo un hombre.
Ella se giró suavemente para verlo. Su cuerpo, desnudo bajo las sábanas de seda gris, se sentía increíblemente vivo. La entrega de la noche anterior no había traído la vergüenza o el vacío que esperaba, sino una plenitud feroz. Él no la había abandonado al despertar.
Valeria deslizó su mano sobre el pecho de Gabriel, sintiendo el latido constante de su corazón.
—Mi vida es tuya —susurró ella, un pensamiento que la asustó por su honestidad.
Justo entonces, Gabriel abrió los ojos. No se sobresaltó; simplemente la miró con una intensidad que era su sello personal.
—Buenos días, Guardiana del Laberinto —dijo Gabriel, su voz era profunda y matutina.
—Buenos días, Invasor.
—¿Te arrepientes? —preguntó Gabriel, su mirada buscando la verdad.
Valeria negó con la cabeza. —Me arrepiento de haber tardado tanto en aceptar la realidad de mi deseo. Tu posesión es el antídoto contra mi soledad.
Gabriel sonrió, una sonrisa genuina que rara vez mostraba. La tomó en sus brazos, volviendo a fundir sus cuerpos.
—No es posesión, Valeria. Es reclamación. Yo reclamo tu verdad, y tú reclamas la mía. ¿Viste la cicatriz en mi espalda?
Valeria recordó una tenue línea blanca y antigua en la piel de Gabriel durante la pasión de la noche.
—Sí. ¿Qué es?
—Es mi recordatorio del fracaso. La tuve desde que perdí a mi padre y permití que el edificio se abandonara. Mi dolor. Mi debilidad.
Gabriel se giró, exponiendo su espalda a la luz del sol. Valeria pasó suavemente los dedos sobre la cicatriz.
—Yo no veo un fracaso, Gabriel. Veo una promesa de superación. El Laberinto de la Lujuria va a sanar esa herida.
Y con ese acto de intimidad y curación, la conexión entre ellos se hizo más profunda. Ya no era solo una relación de deseo y dominio, sino una sociedad de redención.
Valeria se levantó y se puso la camisa de Gabriel, un gesto de pertenencia que él observó con satisfacción.
—Tenemos una gala esta noche. Es hora de que el mundo sepa que somos uno.
Gabriel se levantó. Su cuerpo, fuerte y perfecto, se movía con la gracia de un depredador.
—La gala es nuestro campo de batalla, Valeria. Vamos a exhibir nuestra entrega ante tus enemigos. Pero la noche de hoy será una prueba.
—¿Una prueba de qué?
Gabriel se acercó y la tomó de la barbilla, forzándola a mirar sus ojos.
—Una prueba de que, incluso en público, tú me pertenecerás a mí. Total, pública y absolutamente.
Valeria sonrió, sintiendo la adrenalina del desafío. Ella había pasado de temer la entrega a desearla.
—Me parece un trato justo, Sr. Gabriel.