Una Mañana Soleada.
Dos días después de la Gala, el penthouse de Valeria estaba invadido por planos, muestras de telas rojas y negras, y el aroma del café que Gabriel ahora preparaba cada mañana. La convivencia ya no era un acto de desafío, sino una rutina apasionada.
—Hoy, vamos al Laberinto. —dijo Gabriel.
Valeria se detuvo, con un plano en la mano. —La galería abandonada.
—Sí. La cimentación comienza la próxima semana. Es hora de que veas lo que te he pedido que cures.
Se subieron al coche de Gabriel, un vehículo potente y oscuro que reflejaba su personalidad. Condujeron fuera de la ciudad, hacia una zona industrial y olvidada, donde la opulencia se desvanecía en el óxido y el abandono.
El edificio se alzaba como un monumento al fracaso. No era feo, sino profundamente triste. Era una estructura de hormigón y cristal con un diseño brutalista que, en su día, debió ser revolucionario. Ahora, el cristal estaba sucio, la entrada principal estaba sellada con tablones y la maleza crecía por las escaleras.
—Fue el sueño de mi padre. Y el mío. —dijo Gabriel, su voz era sombría—. Estaba diseñado para ser el centro de la vanguardia. Murió un mes antes de la inauguración. Yo, con 22 años, no pude manejar la presión ni la logística. Me marché y lo dejé aquí, como un recordatorio constante de mi falta de control.
Gabriel sacó una llave antigua y abrió una puerta lateral oculta.
—Bienvenida al verdadero Templo de la Desolación.
Al entrar, Valeria sintió el aire denso y frío, impregnado de olor a polvo y tiempo detenido. La luz apenas se filtraba por las ventanas sucias. El interior era vasto y desolado, con andamios olvidados y herramientas cubiertas de telarañas.
—Aquí está la cicatriz, Valeria. En el centro, donde debía estar la sala de exposiciones principal, hay un hueco. Mi padre había soñado con un atrio. Yo... nunca lo terminé.
Valeria caminó hacia el centro del edificio. La atmósfera la oprimía. Era la antítesis de su Laberinto de la Lujuria. Su diseño era sobre la pasión desatada; este edificio era sobre la pasión enterrada.
—Es un lugar hermoso, Gabriel. Pero está pidiendo vida. No está fracasado; solo está dormido.
Gabriel se acercó a ella, tomándola por la cintura. —Sé que puedes verlo. Por eso te elegí. Diseña el Laberinto, Valeria. Pero no diseñes solo una galería. Diseña la redención para este lugar y para mí.
Valeria asintió. Se giró hacia el centro del espacio vacío.
—El centro de mi Laberinto será el atrio de tu padre. No será dorado y lujurioso. Será de cristal puro, expuesto al sol. El atrio será el testimonio de tu fuerza, Gabriel. Un lugar donde la luz entre sin miedo.
Gabriel la miró con una intensidad que era más profunda que el deseo.
—Ese es el diseño que necesito. Pero hay un último desafío, Valeria.
Él la condujo a una esquina oscura donde una pared de cristal estaba completamente intacta, a pesar de los años de abandono.
—Mi padre amaba esta pared. Dijo que era el lugar donde la luz del atardecer dibujaría las mejores sombras. Nunca dejó que se tocara.
Valeria se acercó al cristal. Estaba cubierto de una capa de polvo tan gruesa que era imposible ver a través.
—¿Cuál es el desafío?
—La pared debe caer, Valeria. Para construir tu Laberinto, debemos destruir el último vestigio de la antigua promesa. Pero yo no puedo hacerlo. Me recuerda demasiado a él. Si tú la destruyes, yo podré seguir adelante.
Gabriel le estaba pidiendo que ejecutara el sacrificio final para sanar su alma.
Valeria asintió. —Dime cómo.
Gabriel sonrió, y su mirada volvió a ser la del magnate controlador, pero esta vez, con un toque de vulnerabilidad.
—Hoy no lo harás con un diseño, Valeria. Lo harás con tu fuerza. La Destrucción de la Promesa Rota
Valeria se paró frente a la pared de cristal de la galería, el último vestigio del sueño no cumplido del padre de Gabriel. El cristal, aunque polvoriento, era grueso, diseñado para durar. Mirándolo, Valeria sintió la pesadez del tiempo y la culpa que había oprimido a Gabriel.
—¿Cómo la destruyo, Gabriel? ¿Con un soplete? ¿Con dinamita? —preguntó Valeria, mirando a su socio y amante.
Gabriel se acercó a una esquina y levantó un paño que cubría una pila de herramientas. Sacó una maza de mango corto. El metal brillaba siniestramente bajo la escasa luz.
—No con una máquina, Valeria. Con tu fuerza. El fracaso fue personal; la redención también debe serlo. Necesito que liberes tu propia rabia contra la traición y la dirijas hacia esta pared. Destrúyela. Rompe el control.
Valeria tomó la maza. El peso era considerable, pero la sensación de poder que le dio fue embriagadora. Su rabia, la que había guardado durante tres años tras la traición de Penélope y la soledad, se concentró en sus brazos.
Gabriel se hizo a un lado. —Yo no puedo mirar. Es mi pasado.
Valeria asintió. Se concentró en la pared. No era un cristal; era la memoria de su dolor, el recuerdo de la traición y el miedo al abandono.
Levantó la maza sobre su cabeza, su cuerpo tenso por la furia contenida.
Con un grito primal que se perdió en los ecos de la desolación, golpeó el cristal con una fuerza demoledora.
¡CRACK!
El primer golpe no rompió la pared, solo creó una grieta inmensa que se extendió como una telaraña. El sonido fue ensordecedor, una liberación de años de silencio.
Valeria levantó la maza de nuevo, sintiendo cómo la adrenalina corría por sus venas. Se imaginó la cara de Penélope, la indiferencia del mundo que la había dejado sola.
El segundo golpe fue más certero, más violento.
¡BASH!
El cristal estalló en miles de pedazos que cayeron sobre el suelo polvoriento con un estruendo metálico. El aire se llenó de polvo, pero lo más importante: la luz entró.