El Despertar Del Leviatán.

Ecos de un Latido Olvidado

El amanecer nunca llega en este mundo como lo recuerdo en mis sueños.

El cielo, cubierto por una densa capa de nubes metálicas, apenas deja filtrar una luz pálida y enferma. A veces me pregunto si la luz del sol es solo un recuerdo heredado de alguien más, no mío. En este mundo, la luz parece temerosa, como si supiera que no hay nada digno de iluminar aquí.

Kaelith y yo no hemos hablado desde que dejamos las ruinas. Desde que ese altar maldito intentó arrancarme de mí misma.

Aun ahora, siento su energía latente en mi pecho, como si una parte de ese lugar hubiese quedado atrapada dentro de mí. O peor aún… como si yo perteneciera allí desde el principio.

Kaelith camina unos pasos por delante. Su figura, poderosa y silenciosa, está envuelta en una capa de sombras que no provienen del ambiente. Es su forma de protegerse. De protegerme. Pero también es una muralla que levanta cuando no quiere enfrentar lo que ya sabe.

—No puedes ignorarlo para siempre —rompo el silencio, mi voz más firme de lo que esperaba.

Él se detiene, pero no se gira.

—No lo ignoro —dice con voz grave—. Lo contengo.

—¿Qué es lo que sabes que yo no?

Sus hombros se tensan, y por un instante creo que no responderá.

Pero lo hace.

—Que no eres solo humana.

Mi corazón se detiene.

—¿Qué…?

Kaelith finalmente se gira, y sus ojos, dorados y antiguos, se clavan en los míos con una intensidad que me desarma.

—Tú lo sentiste, ¿verdad? Cuando el altar te llamó. No fue una invasión. Fue un reencuentro.

Niego con la cabeza, pero no por incredulidad, sino porque me resisto a la verdad que ya está en mi piel. En mis huesos.

—Eso no tiene sentido… Fui criada entre humanos. Me escondí de los alienígenas como todos. Soy una de ellos.

Kaelith se acerca, su sombra envolviéndome como un escudo y una prisión al mismo tiempo.

—Fuiste criada entre humanos. Pero no naciste entre ellos.

Su voz es una daga suave que se hunde en silencio.

—Alguien te dejó en esa comunidad… alguien que sabía lo que eras.

Trago saliva. Siento náuseas.

—¿Y qué soy entonces? —mi voz tiembla.

Kaelith inclina la cabeza, con una mezcla de respeto y temor.

—Eres la llave.

El viento sopla entre las grietas de los edificios derrumbados, trayendo consigo un olor a óxido y tierra mojada.

—¿La llave de qué?

—De lo que viene después. De lo que estaba sellado bajo ese altar. De lo que el mundo teme recordar.

No hay dramatismo en sus palabras. Solo verdad.

Y es eso lo que más me asusta.

Más tarde, acampamos en lo que parece haber sido una antigua estación de tren. Los vagones oxidados y los rieles deformados por el tiempo y el calor de una explosión lejana se extienden como cicatrices en la tierra.

Kaelith no duerme. Lo hace rara vez. En su mundo, el descanso es un lujo que pocos pueden permitirse.

Yo tampoco puedo cerrar los ojos.

Mi mente vuelve, una y otra vez, a ese momento frente al altar. A esa figura que me habló sin palabras. Esa silueta oculta en la piedra. Su voz no era humana, pero tampoco era completamente ajena.

Era… familiar.

Como si siempre hubiese estado en mis pesadillas de infancia, susurrando en lenguas que no entendía, pero que me reconfortaban más que me asustaban.

—Kaelith —susurro en la oscuridad—, ¿y si no puedo elegir?

Él se gira desde su posición, agazapado como un guardián en la entrada del vagón.

—¿Elegir qué?

—No convertirme en eso que todos temen. En lo que tú temes.

Su silencio es largo. Y luego dice algo que nunca había escuchado en su voz.

—Yo no te temo a ti. Temo perderte en lo que puedas llegar a ser.

Me acerco. Nos sentamos frente a frente, con solo el reflejo de un fuego tenue entre nosotros.

—¿Crees que puedo convertirme en algo incontrolable?

Kaelith extiende una de sus garras y toma mi mano con una delicadeza que contradice su fuerza.

—No es una cuestión de creer. Es una cuestión de cuándo.

Mis ojos se llenan de lágrimas que no dejo caer. No quiero mostrar debilidad. No ahora.

Pero él lo sabe. Lo siente. Su pulgar —si puede llamarse así— recorre la palma de mi mano, como si leyera mis pensamientos a través de la piel.

—Lo que llevas dentro… no es una maldición. No aún. Pero si lo alimentas con miedo, con rabia, con negación… entonces lo será.

—¿Y si lo enfrento?

Kaelith sonríe, apenas. Una sombra de sonrisa.

—Entonces tendrás una oportunidad. Tal vez la única.

A la mañana siguiente, algo cambia.

Yo cambio.

Me despierto antes que el sol gris y me alejo del campamento. Necesito sentir el mundo bajo mis pies. Saber que sigo aquí. Que no me he convertido en una ilusión.

Llego hasta una zona elevada, desde donde se puede ver el mar muerto que rodea esta parte del continente. A lo lejos, las torres derrumbadas de lo que una vez fue una ciudad costera se hunden entre las olas negras como esqueletos antiguos.

Y entonces, lo siento.

Una vibración en el aire.

Un latido.

El mismo que escuché en la cámara del altar.

Solo que esta vez… proviene de mí.

Caigo de rodillas.

No por dolor.

Sino porque algo dentro de mí… despierta.

Y recuerdo.

Recuerdo una voz femenina. Un canto que me arrullaba cuando era apenas un ser sin forma, flotando en un vientre que no era humano.

Recuerdo ojos dorados como los de Kaelith, pero más antiguos. Más infinitos.

Recuerdo haber sido entregada.

No abandonada.

Elegida.

—Soy… algo más —murmuro.

Kaelith aparece tras de mí, como si supiera dónde encontrarme.

—Lo has sentido.

Asiento.

—Hay algo dormido en mí. Algo antiguo.

Kaelith extiende sus alas y me cubre con ellas, como si pudiera protegerme de lo inevitable.

—Lo que hagas con ese poder será lo que defina quién eres. No tu origen.




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