El viento soplaba con un gemido bajo, como si el mundo susurrara secretos a través de los huecos de una tierra descompuesta. Habíamos dejado atrás las ruinas del santuario, ese lugar donde las paredes mismas parecían tener memoria, y avanzábamos ahora hacia una región aún más inhóspita. Kaelith no hablaba, pero su silencio decía demasiado. Y yo… yo sentía que algo en mí seguía deslizándose, como arena en una grieta invisible.
Cada paso sobre el terreno árido resonaba con un eco extraño, hueco, como si camináramos sobre el cráneo de algo antiguo.
—¿Dónde estamos? —pregunté al fin, rompiendo el silencio.
Kaelith giró levemente la cabeza. Sus ojos brillaban con una luz tenue, como si todavía cargara la energía del altar en la piel.
—Territorio prohibido —respondió con voz baja, rasposa—. Nadie entra aquí a menos que haya perdido el miedo… o la esperanza.
Tragué saliva. Eso no era reconfortante.
—¿Y tú cuál de los dos perdiste?
Su respuesta fue una pausa. Un parpadeo de sus pupilas alargadas. Un silencio más profundo que el anterior.
—Ambos —dijo al fin.
Yo ya no sabía si reír o llorar.
Las cicatrices de nuestro enfrentamiento con el sello aún no habían sanado. Aún sentía el calor de la energía desbordada que había brotado de mí, como una llamarada que no supe contener. Kaelith me había dicho que debía descubrir de dónde venía ese poder, pero parte de mí temía saberlo. Porque en el fondo intuía que no provenía de algo humano.
Y lo peor era que empezaba a gustarme.
La Torre Hueca
El terreno cambió.
De la tierra agrietada y las rocas negras emergió una estructura solitaria, alta como un coloso dormido. Una torre inclinada, hecha de un material que no era piedra ni metal. Algo intermedio. Como hueso fosilizado mezclado con cristal.
—Llegamos —dijo Kaelith.
Lo miré, esperando una explicación. La dio, pero no con palabras. Se acercó a la base de la torre, donde una apertura vertical parecía invitar a entrar. La tocó con una de sus garras, y la superficie reaccionó con un zumbido sordo, como un latido viejo.
—Este lugar fue un observatorio —explicó mientras el portal se abría lentamente—. Los nuestros lo usaban para vigilar los movimientos en la red de grietas.
—¿La red de grietas?
—No todas las realidades están bien cosidas. Algunas sangran. Otras se abren.
Sus palabras se deslizaron como cuchillas envueltas en terciopelo. Me estremecí.
Entramos.
El interior de la torre estaba cubierto de símbolos que palpitaban al ritmo de nuestros pasos. No había muebles, ni ventanas, solo una espiral que ascendía por el interior del muro. Subimos en silencio, cada paso empujándome hacia algo que no entendía, pero que sentía esperándome en la cima.
El Espejo de los Otros
En lo más alto de la torre, la sala se abría en forma de cúpula. En el centro, suspendido en el aire, flotaba un disco circular de obsidiana líquida. Reflejaba la habitación… pero no exactamente.
En el reflejo, Kaelith tenía otra forma. Más humanoide. Su silueta era más alta, más erguida. Sus ojos aún dorados, pero llenos de algo más… comprensión. Dolor.
—¿Es eso… tú?
Kaelith asintió lentamente.
—Fue lo que fui.
Me acerqué al espejo. En él, yo… no era yo.
Tenía ojos oscuros como el cielo antes de una tormenta. Una cicatriz marcada en la clavícula. Un símbolo grabado en la frente.
Retrocedí.
—¿Qué es esto? —pregunté, temblando.
—Es lo que podrías ser —susurró él—. Lo que fuiste, lo que eres, lo que serás.
Y entonces el disco comenzó a girar.
La Visión
No sé cómo lo supe, pero sentí que debía tocarlo.
Mi mano se alzó, como movida por una voluntad ajena. Apenas mis dedos rozaron la superficie del espejo, fui tragada por la imagen.
Caí.
No en un lugar, sino en un tiempo.
Me vi de niña, llorando en una cueva. Una figura encapuchada me alzaba entre sus brazos, ocultándome del sonido de unas criaturas que rugían en el exterior. Luego me vi más grande, parada frente a una multitud, con los ojos negros, gritando palabras en una lengua que no conocía pero que quemaba la garganta como fuego antiguo.
Vi el cielo romperse.
Vi a Kaelith muriendo frente a mí.
Vi mi propia mano empuñando un arma hecha de luz viva.
Y lo peor fue ver el símbolo.
Ese que estaba en mi frente en el reflejo.
Porque en el altar… también lo vi.
Y reconocí su forma, aunque no sabía cómo.
El Regreso
Desperté con un jadeo. Kaelith estaba arrodillado a mi lado, su expresión conteniendo una mezcla de furia y miedo.
—¿Qué viste? —preguntó, con voz baja.
—Todo. Y nada —respondí con la voz quebrada—. Vi un futuro que no quiero. Un pasado que no entiendo. Y un presente que ya no reconozco.
Él asintió.
—Es el precio de saber.
Me miró con una intensidad que me hizo bajar la vista.
—Ese símbolo que viste… está en ti. No por azar. Fuiste marcada antes de que fueras traída a esta época. Y yo… yo fui asignado a ti.
Mi corazón se detuvo.
—¿Asignado?
—Para vigilarte. Para protegerte. O… si era necesario, para detenerte.
Me levanté de golpe, tambaleante.
—¿Por qué?
Kaelith bajó la mirada. Por primera vez, pareció pequeño. Cansado.
—Porque si despiertas completamente… podrías ser la que desate el final.
La Decisión
Salimos de la torre al atardecer. El cielo estaba teñido de un rojo profundo, y por un instante, el mundo pareció guardar silencio.
Me detuve y miré a Kaelith.
—No me vas a detener —dije. No era una amenaza. Era una promesa.
Él no respondió, pero el brillo en sus ojos cambió.
No de amenaza.
Sino de dolor.
—No si puedo evitarlo —murmuró al fin.
Y así, caminamos juntos de nuevo.
Hacia la próxima grieta.
#407 en Ciencia ficción
fantasia oscura, ciencia ficción con horror cósmico, aventura de exploración
Editado: 12.05.2025