Kaelith no dormía. Ni siquiera lo intentaba. Desde que los cambios en ella se habían intensificado, cada segundo era un tormento de incertidumbre.
La había visto temblar, ahogarse en un aire que ya no parecía suficiente para su cuerpo, y escuchar cómo su corazón latía a un ritmo que no pertenecía del todo a un humano.
En su mundo, él había aprendido a aceptar la muerte como una marea inevitable pero verla a ella en peligro despertaba algo distinto, algo que rozaba la desesperación.
Y los Leviatanes no desesperaban.
Jamás.
La comunidad lo observaba en silencio. Sabían que la causa de los cambios en ella estaba ligada a su vínculo con él. Algunos lo miraban con rencor; otros con un miedo silencioso. El líder de la comunidad, ese que siempre había querido verla lejos, lo llamó aparte.
—Si la dejas así morirá —le dijo con voz grave—. Si intentas salvarla podrías condenarnos a todos.
Kaelith no respondió al principio. Miró el horizonte, donde las aguas se oscurecían con la noche. Él conocía la única manera de estabilizarla: un antiguo ritual que unía la esencia del Leviatán y del humano, pero ese vínculo sería irreversible y prohibido.
Si lo hacía, la convertiría en algo que jamás podría volver atrás.
Si no lo hacía, la perdería.
Kaelith bajó la mirada, cerrando las garras con fuerza.
Decidiría antes del amanecer.
Mientras tanto, ella dormía inquieta, y en sus sueños, sentía como si algo desde las profundidades la llamara por su nombre.
Editado: 01.09.2025