El Despertar Del Leviatán.

El Precio del Silencio

El amanecer llegó cubierto de una neblina espesa que parecía flotar entre las ruinas como un espectro antiguo, cargando consigo el murmullo de un mundo quebrado. El viento traía un aroma metálico, como si el hierro oxidado de los restos del pasado aún llorara por lo perdido. El refugio improvisado donde Kaelith y ella habían pasado la noche se estremecía con cada ráfaga, como si la propia tierra quisiera expulsarlos de aquel escondite. Ella se incorporó con lentitud, todavía con el corazón agitado por la pesadilla que la había acosado: veía una y otra vez la imagen de los drones descendiendo sobre los suyos, la luz roja marcando la ejecución, y el silencio sepulcral que seguía a cada estallido.

Kaelith la observaba en silencio. Sus ojos —esa mezcla de abismo y fuego— no pestañeaban, pero en su quietud había una intensidad insoportable. Ella apartó la mirada, intentando ordenar el caos que se acumulaba dentro de su pecho. Sabía que el tiempo corría, que el secreto estaba cada vez más cerca de ser descubierto, y que lo que había nacido entre ellos se había convertido en una sentencia de muerte para ambos.

—Has cambiado —murmuró Kaelith con voz grave, como si no hablara solo de su cuerpo sino de algo más profundo, más invisible.

Ella se estremeció. Los cambios físicos eran inevitables: la fiebre en la piel, los reflejos agudos, la sensación de respirar un aire distinto al de los demás humanos. Pero lo que más la perturbaba era el espejo invisible que él le tendía con esas palabras: lo que cambiaba no era solo su cuerpo, sino también su alma.

—Y tú… —respondió ella con un suspiro cargado de impotencia— me obligaste a verlo. Me obligaste a sentir que el silencio en el que vivía ya no era suficiente.

Kaelith no replicó. El silencio que lo envolvía no era de indiferencia, sino de contención. Ella había aprendido a leerlo: cada respiración pesada, cada movimiento controlado era una forma de resistirse a algo más grande.

Un crujido en el exterior los interrumpió. Ambos se tensaron de inmediato. Kaelith extendió un brazo instintivamente, protegiéndola con su cuerpo. La figura que emergió entre la niebla no era un dron, ni un alienígena. Era un Leviatán. Su silueta imponente, más cercana a lo monstruoso que a lo humano, se recortó contra la bruma. Reconoció de inmediato a Thariel, el hermano de armas de Kaelith, uno de los pocos que siempre había mantenido la distancia respecto a ella.

—Has cruzado un límite, Kaelith —dijo Thariel con un gruñido que parecía provenir de las entrañas de la tierra—. Y ese límite nos pondrá a todos en peligro.

Ella retrocedió un paso. Sabía lo que significaban esas palabras: no era solo un reproche, era una advertencia. Si el secreto llegaba a la comunidad, su destino quedaría sellado.

—No es asunto tuyo —respondió Kaelith con un tono cortante.

Pero Thariel no apartó la mirada. Sus ojos brillaban con un fulgor salvaje, mezcla de furia y de temor.

—¿No lo entiendes? —rugió—. Los drones patrullan más cerca. Los Aliados Extraterrestres ya sospechan. Y si descubren que proteges a una humana… ¡no seremos solo nosotros los que pagaremos!

El silencio se hizo más pesado que la neblina. Ella apenas podía respirar. Kaelith permaneció inmóvil, pero algo en su postura cambió, como un animal acorralado dispuesto a desgarrar.

—Lárgate, Thariel —ordenó con una voz que era casi un rugido contenido.

Por un instante, pareció que el otro Leviatán lo atacaría. Pero en su mirada había algo más que odio: había miedo. Miedo a lo que Kaelith podía hacer, miedo a lo que ella representaba. Finalmente, Thariel




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