El silencio era un filo que cortaba la noche. No había viento, no había eco de bestias en los alrededores, ni siquiera el murmullo de las aguas subterráneas que solían acompañar cada respiro del refugio. Lena lo sintió primero: una presión extraña en el aire, como si toda la materia a su alrededor se contrajera con un pulso invisible. Su pecho ardía, sus huesos vibraban con una frecuencia que no era humana, y de inmediato comprendió que él había llegado. No se trataba de Kaelith, ni del eco de los otros Leviatanes escondidos en las cavernas. Era algo más grande, más antiguo, más profundo. Una sombra que no necesitaba cuerpo para sentirse real. El Primordial.
Kaelith, a su lado, no se movió. Su piel mutante se tensó, sus ojos se abrieron como dos lunas desgarradas y un temblor recorrió sus brazos. Sus venas brillaban con tonos azulados, como si su sangre estuviera respondiendo al llamado de aquel ser. Lo miró a ella, y por primera vez Lena descubrió algo en Kaelith que nunca había visto: miedo absoluto. —No apartes la mirada, Lena —susurró él, con la voz quebrada, un murmullo que parecía polvo cayendo de un abismo—. Si lo haces, te tragará sin que quede de ti un solo fragmento.
Y entonces el mundo cambió.
Del fondo de la caverna, de la grieta más profunda, se desplegó un resplandor que no era luz, sino la traducción imperfecta de algo incomprensible. Lena lo sintió primero en la lengua, como un sabor metálico, después en los oídos, como un murmullo compuesto de miles de voces que hablaban a la vez. Finalmente lo vio: un torbellino de formas imposibles, curvas que se extendían más allá de las tres dimensiones, sombras que se movían como cuerpos vivos pero que no tenían origen ni fin. El Primordial no apareció: existió en todas partes, llenando el aire, la roca, la carne, el pensamiento. Su sola presencia arrancó lágrimas de los ojos de Lena, no por dolor, sino por el peso insoportable de saber que nada en el universo era tan vasto ni tan antiguo como aquello que la miraba.
“Pequeña fractura del tiempo”, dijo la voz, pero no con palabras. Fue una idea que atravesó su cráneo como un relámpago, directa al núcleo de lo que era. Lena cayó de rodillas, jadeando, sintiendo que su corazón iba a estallar, y se aferró al suelo helado. Kaelith extendió un brazo, lo posó sobre su espalda, pero también estaba temblando. El Primordial no necesitaba ojos para verla; la conocía, la desnudaba de toda máscara, de toda memoria, y en ese instante ella comprendió que había sido marcada desde antes de nacer.
—¿Por qué… yo? —alcanzó a preguntar con un hilo de voz, como si las palabras fueran fragmentos arrancados de un cuerpo ya herido.
El Primordial no respondió de inmediato. En su lugar, el aire se partió en símbolos luminosos, fractales que se repetían en infinitas escalas. Lena no los entendía, pero los sentía, como si cada uno tocara una fibra de su ADN, de su espíritu. Entonces llegó la respuesta: “Porque eres frontera. Porque en ti se cruza lo humano y lo prohibido. Porque tu existir es una grieta que ya no puedo ignorar.”
Kaelith apretó los dientes, dejando escapar un rugido que mezclaba lo animal y lo humano. —¡Basta! —gritó, aunque su voz fue un susurro en comparación con el estruendo sin sonido del Primordial—. ¡No la toques!
El Primordial lo miró a él también, y Lena lo sintió: un hilo de dolor recorriendo el cuerpo de Kaelith, doblándolo hacia el suelo. Su piel comenzó a resquebrajarse como si fuera arcilla, mostrando destellos de luz oscura que no debía existir. Lena se arrastró hacia él, tomándole la mano, y gritó sin voz hacia esa presencia inconmensurable. —¡Déjalo! ¡Si me quieres a mí, entonces tócame a mí!
El silencio se volvió más pesado, como si el universo entero contuviera el aliento. El Primordial se inclinó —o la percepción de Lena creyó que lo hacía— y de pronto sintió el roce. No físico, no tangible, sino algo que atravesó su cráneo, descendió por su columna y encendió cada nervio de su cuerpo. Sus recuerdos estallaron: la infancia que apenas recordaba, las noches con Anna y Dubai, las risas de su hermana, el miedo de los humanos escondidos, los días aprendiendo a sobrevivir en las ruinas. Todo fue arrancado y examinado en un instante eterno.
Y después, otra visión. Un océano sin fin, un vacío lleno de criaturas imposibles, donde estrellas flotaban como cadáveres, y en el centro, esa misma sombra infinita, reinando sobre todas las formas de vida, esperando, observando. Lena gritó sin abrir la boca, porque entendió que ese ser no solo la había visto… la había elegido.
“Serás el puente”, dijo. “Tu carne abrirá la puerta que fue sellada. En ti se romperá el límite de lo que los dominadores creen seguro. Y entonces el mundo volverá a hundirse, como estaba destinado.”
El contacto terminó de golpe. Lena cayó hacia atrás, jadeando, su cuerpo empapado en sudor frío, temblando como si hubiera atravesado mil muertes en un solo instante. Kaelith la sostuvo antes de que golpeara el suelo, sus brazos rodeándola con una fuerza que apenas podía mantener. Sus ojos brillaban con furia y desesperación. —¡No debió tocarte! ¡No debió poner sus ojos en ti! —murmuraba entre dientes, como si fuera un lamento más que una promesa.
Lena trató de responder, pero solo pudo soltar un gemido. Su garganta estaba en carne viva, aunque no había gritado. En su piel, marcas leves brillaban, como símbolos que aparecían y se deshacían en cuestión de segundos. Ella entendió que no eran heridas, sino una señal, una escritura viviente grabada por el contacto del Primordial.
El silencio regresó, pero no era el mismo. Ahora cada sombra parecía contener un eco, cada grieta de la roca un ojo invisible observándola. Sabía que el Primordial ya no estaba allí en forma directa, pero una parte suya la acompañaba. Ya no era solo Lena. Algo más vivía dentro de ella.
Kaelith la abrazó con fuerza, como si así pudiera detener el destino que acababa de sellarse. —No estás sola —le susurró, con voz quebrada, como si intentara convencerla y convencerse a sí mismo—. No lo estás, Lena.
Editado: 01.09.2025