—¡¡¡A las armas!!! —rugió la voz profunda de Aldric, y su eco pareció sacudir la mismísima tierra.
La campana de guerra resonó en las torres del Palacio de Lycandar, como un corazón de bronce latiendo con furia. El cielo, teñido por una luz rojiza, presagiaba el conflicto inminente. Desde las montañas más lejanas hasta los bordes del bosque encantado, el mundo contenía la respiración.
Aldric caminaba con paso firme sobre la plataforma elevada del campo de concentración. Sus ojos, intensos y decididos, recorrían las filas de licántropos uniformados, prontos para la batalla.
—Quiero que las manadas de vanguardia protejan los flancos del norte. Que los elfos se encarguen del control mágico en los altos. ¡Los enanos deben sellar los túneles! ¡Nadie entra ni sale sin nuestra orden!
A su lado, Ylva observaba todo con el corazón latiéndole con fuerza. Llevaba la armadura de su linaje, plateada y marcada con el símbolo lunar de la Casa Lancaster. A su izquierda, Katrina también estaba lista, con el rostro tenso pero brillante de determinación.
Ylva respiró hondo.
—No parece real… —murmuró.
—Lo es —respondió Katrina, con la voz temblorosa pero firme—. Pero nosotros ganaremos esta batalla.
Más adelante, al otro lado del valle, Ethan daba instrucciones a su propia escuadra, una manada guerrera curtida en combates feroces. Su tono era sereno pero autoritario.
—Recuerden, no estamos aquí solo para luchar —les dijo—. Estamos aquí para proteger. Si caemos, que sea defendiendo a los nuestros.
Más allá de las líneas de licántropos, los aliados aguardaban.
Dragones con escamas de diferentes colores alzaban sus alas al cielo. Las hadas entonaban melodías mientras estaban envolviendo a sus tropas con destellos etéreos. Los elfos tensaban sus arcos, mientras los enanos afilaban hachas con una determinación silenciosa.
La alianza se había formado. Una que muchos no creían posible.
Ylva alzó la mirada hacia el horizonte. La tierra temblaba, no por miedo… sino por lo que pasaría pronto.
Y cuando el cuerno principal sonó de nuevo, el clamor de miles de voces se alzó al unísono.
Una sola voluntad.
Una sola causa.
Una sola guerra.
El estruendo de la tierra retumbó como un trueno oscuro en el horizonte. Las primeras siluetas comenzaron a vislumbrarse en la niebla que se cernía sobre el valle: no eran simples guerreros… eran abominaciones.
Lobos deformes, sus cuerpos retorcidos, como nunca antes se habían vistos, no había duda, eran cosas hechas por deseos ambiciosos, corrían a una velocidad inhumana, con ojos encendidos por una rabia sin alma. Detrás de ellos, demonios de contornos cambiantes, alas desgarradas y cuernos retorcidos avanzaban con un rugido sordo que helaba la sangre.
Entre sus filas, también venían elfos corrompidos, sus rasgos finos manchados por cicatrices de traición, y hadas oscuras, de alas rasgadas y rostros hermosos convertidos en máscaras de maldad. No quedaba en ellos rastro alguno de luz o compasión.
En lo alto de una colina negra como la brea, Makon observaba con una sonrisa torcida, sus ojos encendidos por la ambición.
Uno de sus generales, con el rostro cubierto de pintura de guerra y la voz áspera, se acercó para recibir sus órdenes.
—No dejen piedra sobre piedra —dijo Makon, con una calma que erizaba la piel—. Todo aquel que no se incline ante mi voluntad… que sea reducido a cenizas.
Un aullido brutal se alzó desde las filas de su ejército, una promesa de guerra sin tregua. El caos avanzaba, a la vez que el reino estaba por enfrentar su noche más oscura.
Para donde se mirará todo era una lucha, incluso había humanos que peleaban sin descanso, el campo de batalla era un caos perfecto.
El estruendo del choque entre fuerzas retumbaba por los valles, mientras llamas y hielo se entrelazaban, creando un contraste de destrucción y poder. Los cielos estaban rasgados por el vuelo de los dragones, y en la tierra, hadas, elfos y licántropos luchaban codo a codo contra las criaturas deformes y la sombra creciente que se cernía sobre el Reino.
Y entonces apareció él.
Makon.
El alfa oscuro, cubierto de sangre y gloria, emergió entre las filas enemigas montado sobre un lobo negro tan grande como un caballo de guerra. Sus ojos se clavaron en Ylva. Su energía era brutal, sofocante… y estaba decidida. Y eso, le gustaba a él.
Descendió, avanzando entre cadáveres y fuego, con la sonrisa torcida del que cree haber ganado.
—Así que tú eres la loba bendecida por la sangre de reyes —gruñó, deteniéndose frente a ella—. Tu poder es precioso. Imagínate lo que podríamos hacer juntos, si dejaras de resistirte.
Ylva lo miró sin un atisbo de miedo. El hielo danzaba en su espalda como una capa viviente, y la luna brillaba sobre ella como si eligiera iluminar solo su figura.
—Prefiero morir —respondió—. Jamás me someteré a ti.
Makon entrecerró los ojos. Podía olerlo. El vínculo en ella. La esencia de un lazo verdadero, uno que no podía ser manipulado.
—Ya tienes un mate… —escupió con desprecio—. Entonces, lo arrancaré de ti. Así aprenderás lo que pasa cuando se me desafía.
Dio media vuelta. Y caminó directo hacia Ethan.
Ylva gritó, pero el rugido del combate opacó su voz. Intentó avanzar, pero fue retenida por una explosión mágica. Y justo entonces lo vio.
Makon hundiendo su garra en el pecho de Ethan, una y otra vez, hasta dejarlo sin vida y la chispa del vínculo rompiéndose.
El grito de Ylva desgarró el cielo.
Una ráfaga de hielo puro emergió de su cuerpo, más azul que el mismo cielo, más brillante que el sol al amanecer. Su crioquinesis, estalló, incontenible, indomable, colérica.
Todo a su alrededor fue destrucción.
El suelo se congeló.
Los cuerpos cayeron.
Makon gritó al ser arrastrado por la tormenta desatada por ella.
Ylva ya no era ella.
Era furia. Era pérdida. Era el invierno encarnado.
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Editado: 26.06.2025