Ylva se detuvo en seco al notar que Lyra no reaccionaba a su saludo, ya que cuando le dijeron que su tía había llegado al Palacio salió a recibirla, pero había algo inquietante en la forma en que su tía miraba hacia el horizonte, como si su mente estuviera atrapada en otro lugar… o en otro tiempo.
—¿Tía…? —preguntó con cautela—. ¿Estás bien? —intentó sonreír, pero su voz traicionó su preocupación—. No me asustes así, por favor.
Lyra pestañeó con lentitud, saliendo de aquella bruma invisible. Su mirada tardó un par de segundos en enfocarse por completo en ella, y cuando lo hizo, no dijo nada. Solo se acercó con firmeza y la rodeó con los brazos.
Un abrazo apretado. Profundo. Silencioso.
Ylva, sorprendida, tardó un instante en corresponder, pero enseguida cerró los ojos y se dejó llevar por el calor de aquel gesto. Había algo distinto en la manera en que Lyra la abrazaba, como si hubiese visto un futuro al que no estaba lista para ponerle nombre.
—¿Qué pasó? —susurró Ylva con suavidad, aún entre sus brazos.
Lyra se separó despacio, forzando una sonrisa que no le llegaba del todo a los ojos.
—Todo está bien, mi niña —respondió con voz serena, aunque su mirada aún reflejaba una sombra lejana—. Solo estaba distraída. Eso es todo.
Ylva la observó unos segundos más, sintiendo que había mucho más tras aquellas palabras… pero no insistió.
—Esta bien tía.
Lyra bajó la mirada y, con pasos firmes aunque algo tensos, se dirigió a buscar a Aldric. Porque aunque no lo decía en voz alta, sabía que lo que vio en su sueño —o en su visión— no podía ignorarse.
Mientras Lyra se encontraba reunida con Aldric, en otro rincón del mundo —más allá de los bosques encantados, de los valles custodiados por magia— una tormenta invisible se acercaba.
Vermont.
La casa de los Mistral se alzaba con serenidad, rodeada de árboles que empezaban a mostrar los tonos cálidos del otoño. Desde afuera, todo parecía en paz.
Pero esa calma estaba a punto de quebrarse.
La puerta se abrió de golpe, Isabel entró sin esperar permiso, el rostro serio, los ojos cargados de urgencia.
—¡Tienen que empacar! ¡Ahora! —dijo, casi sin aliento—. No hay tiempo que perder.
Elena, salio desde la cocina con una expresión confundida, su delantal aún amarrado a la cintura.
—¿Isabel? ¿Qué ocurre? —preguntó mientras se secaba las manos en el paño—. ¿Por qué vienes así? ¿Estan bien tus padres?
—Porque algo se aproxima —insistió—. Y ustedes no pueden quedarse aquí. No mientras Ylva no esté cerca.
Thomas, se acercó también con el ceño fruncido.
—¿De qué estás hablando? Ayer hablamos con nuestra hija, y está bien.
Isabel se volvió hacia ambos, más firme ahora, más clara.
—Ella ya no puede protegerlos directamente porque está lejos. Además si algo les pasa, no podría perdonarme eso. Porque lo que viene… no distingue entre lo humano e inmortal. Si quieren seguir con vida, deben salir de aquí. Hoy.
Elena cerró los ojos, respirando con pesar.
—Ya hemos estado aquí tanto tiempo... —susurró—. Pensábamos que por fin podríamos echar raíces.
—Lo sé —dijo Isabel con suavidad, dando un paso hacia ella—. Pero esta tierra ya no es segura. Y ustedes… ustedes no son solo los padres de una chica cualquiera. Son los padres de una loba que porta linaje real y poder ancestral y hay una fuerza que quiere acabar con eso.
El silencio se volvió espeso.
—¿Adónde iremos? —preguntó Thomas, resignado.
Isabel alzó la mirada, su voz firme.
—A un lugar donde nadie pueda encontrarlos. Donde ni siquiera los que cazan en la sombra puedan oler su presencia.
Elena solo asintió.
—Bueno, empacaremos si no hay de otra —exclamó Thomas.
Isabel asintió, porque ella sabía que cuando las sombras despiertan… las raíces deben saber cuándo arrancarse para sobrevivir.
Así que mientras tanto en lo más profundo del Bosque de Cristal, donde la luz parecía cantar entre los árboles y las flores flotaban como espejismos de magia viva, este Reino de las Hadas bullía en un susurro inusual de inquietud.
En el Salón de Nube Áurea, estaban tres hadas poderosas las cuales se reunieron bajo el resplandor del árbol luminoso. Elowen, quien es la mayor, se mantenía erguida, su mirada fija en la esfera de agua flotante donde la advertencia de Lyra se había manifestado momentos antes.
—Esto no es una simple visión —dijo con voz firme—. Es una advertencia. Y Lyra nunca se equivoca.
A su lado, Seraphina cruzó los brazos con gesto preocupado.
—Si Makon se moviliza, no será solo un ataque... será una aniquilación. Él no busca conquistar. Busca destruir, ya hemos escuchado de clanes y reinos que han caído bajo su mano.
La más joven, Nymira, tragó saliva con un estremecimiento sutil.
—¿Y si ya es demasiado tarde?
Elowen giró hacia ellas, su capa de pétalos centelleando con la brisa encantada.
—No lo será si nos movemos ahora —declaró—. Escuchen bien: debemos enviar mensajeros a todos los reinos de hadas. Los del musgo, los del rocío, incluso los del crepúsculo.
—¿Todos? —preguntó Nymira.
—Todos —afirmó Elowen—. Es tiempo de unir nuestras magias. La batalla que se aproxima no distingue linajes ni colores de alas. Solo habrá dos caminos: estar unidos… o ser polvo bajo las garras de la oscuridad.
Las hadas asintieron, sabiendo que lo que se decidiera en los días por venir, marcaría la historia no solo de su mundo… sino de todo el equilibrio mágico del continente.
—Tienes razón, mi Reino se une a esta guerra, para luchar por la luz —declaró Nymira—. De mi parte, jamas permitiré que la oscuridad reine.
—Mi Reino también —dijo Seraphina.
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Editado: 26.06.2025