El Despertar I

|Capitulo cuatro|

|Sin piedad|

El susto inicial dio paso a la preocupación cuando, después de haberme soltado el nombre de la desconocida, el padre Joaquín preguntó por qué estaba allí. No tenía una excusa, al menos no una que no necesitase comprobarse. Abrí la boca, esperando que la urgencia hiciera que las mentiras brotaran como un río en primavera. No obstante, no pude decir nada. Entonces el hombre solo sonrío.

—Sabía qué harías esto —dijo como si nada, dejando de lado su actitud inexpresiva y luciendo… divertido —. Te conozco lo suficiente como para saber que tu curiosidad no te dejaría en paz hasta que la vieras. Después de todo, fueron Leandro y tú quienes la hallaron. Y, entre nos, sabemos que tu compañero es más dado a hacerse a un lado.

No dije nada, no podía hacerlo. Decir que estaba sorprendida era decir poco, no podía, aunque me esforzara, entenderlo. Sí, era curiosa. No solo por mi propia tendencia a meterme en donde no me llaman, sino que también era algo que extrañamente compartía con ellas. Pero lo que no comprendía, era por qué el padre Joaquín se habia tomado la molestia de esperarlo. De, de alguna manera, ansiarlo.

Caminó hacia la desconocida quien, muda como estatua, nos observaba a ambos con una curiosidad que hacía brillar ignorantes sus ojos y él le sonrío con su típica cordialidad y bienvenida.

—Veo que has vuelto a despertar, y en un excelente momento si me permites decir —le habló con una naturalidad envidiable.

Yo, en cambio, la habia observado como si se tratase de un ser anormal y extraño que jamás me hubiese encontrado —ni siquiera en mis más recónditas pesadillas—.

—¿Por qué es un excelente momento?

Fue la primera vez que oí su voz y la misma, tan melodiosa y algo ronca también por el reciente sueño, cerró con lazo de oro todo su aspecto angelical. De alguna forma, aquello se me antojó retorcido.

—Por ella —respondió el padre Joaquín apuntándome sutilmente con una mano —. Ella es quien te encontró la noche anterior.

Y, aunque estaba demasiado distraída porque era objeto de su atención, no se me pasó desapercibido el hecho de que no añadió a Leandro en aquella ecuación. Era como si supiese que, de alguna forma u otra, habia sido solamente mi insistencia y mi empuje las que nos habían guiado hasta, practica o literalmente, tropezarnos con ella. Y temí. El pánico trepó por mi garganta como si se tratara de una de esas arañas de patas largas y cuerpos aplastados y se asentó sobre mi lengua. Las voces, avivadas por mi miedo, dieron su primer ataque.

La tal Rossy me miró atentamente, de una manera que me hizo entender que estaba viendo el revuelo que habia armado dentro de mi cabeza. Las preguntas, los temores, la desesperación y el deseo por salir corriendo. Ya no oía la voz de mi hermana diciéndome que corriese, sino que ahora era la mía propia. Aquella que pocas, muy pocas, veces se habia hecho oir por sobre las demás. Apreté mis manos y clavé mis uñas en mis palmas para intentar no ceder ante aquel estúpido impulso y, con todas mis fuerzas, invoqué una sonrisa pequeña.

—Me llamo Adeline —fue lo que dije.

Ella también sonrió y aunque yo ya supiera su nombre, añadió:

—Yo soy Rossy.

Por alguna razón, aquello me sonó demasiado recitado.

Mis piernas temblaban al igual que mis manos. Incontrolable, mi cabeza dejaba escapar recuerdos que hace mucho tiempo debí olvidar, pero que seguían ahí gracias a ellas. Quienes con gusto la usaban cuando deseaban.

—Mamá va a enfadarse contigo —la voz lejana de una pequeña Adeline se reprodujo dentro de mi cabeza como un eco que, en vez de alejarse, se acercaba.

Mientras tanto, flashes de aquel recuerdo se disparaban tras mis parpados cerrados. El efecto fue tan fuerte que, de un momento a otro, me encontraba solamente consciente de aquel momento.

No, será contigo —dijo mi hermana mayor mientras que, con una sonrisa oscura y divertida, rompía los pétalos de una de las rosas preferidas de mi madre —. Tú me la trajiste —añadió, diciendo al aire quien era la verdadera culpable de aquella fechoría.

Angustiada, intenté detenerla.

—¡Porque me amenazaste! —exclamé sintiendo que podía romper en llanto en cualquier momento —. ¡Basta! Se las regaló papá…

—¿Y por qué entonces me propusiste jugar con ellas? —preguntó, fingiendo que aquellas habían sido mis palabras y no suyas. Se alejó de mí de un salto y lanzó al aire cientos de pétalos blancos. Al verlos caer, yo solo podía pensar en lo triste que se pondría mamá. ¿Por qué Lara no pensaba en lo mismo? —. Eres tonta, Ada. Tonta y loca, muy loca.

Las lágrimas comenzaron a caer sin control y, cuando ya no soporté escucharla, grité. Todo a mi alrededor empezó a girar y la noche pareció más oscura que nunca. La lámpara en la mesa de noche de mi hermana no daba la suficiente luz que necesité para eliminarlas cuando aparecieron. No era la primera vez que las veía, pero sí era la primera en donde la cercanía era algo que no existía. Sentí como algo me tomó del cabello y tiró de mí hacia atrás. Volví a gritar, asustada. La luz desapareció por completo y lo último que escuché antes de que mi cabeza se estrellara contra el suelo, fue a Lara riéndose a carcajadas.

Entonces, como si hubiese emergido de un mar de tempestuosos tormentos, abrí los ojos y me concentré en el garabato dibujado sobre la puerta del baño en donde me habia escondido. No sé en qué momento habia comenzado a llorar, pero podía sentir el frío camino que las lágrimas habían dejado sobre mis mejillas. Respiré entrecortado y solté un pequeño sollozo que murió casi al instante. Mis manos sujetaban fuerte un pequeño frasco anaranjado que luego miré con atención. Eran mis píldoras. Píldoras que hace mucho habia dejado de tomar.




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