|Un sinónimo de desconsuelo|
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Para él, la niñez le resultaba incomprensible. Con apenas siete años, se sentía demasiado alejado de aquel grupo de niños que se reían y burlaban de la niña sentada a su lado. Con apenas siete años, se seguía cuestionando por qué otros la miraban con pena o, incluso, miedo.
Y ella, de alguna forma conocía la pregunta que tenía dentro de la cabeza. Siempre parecía saber qué cosas tenía él dentro de la cabeza. Por eso, respondió.
—Porque puedo verte.
Sin embargo, él aun no lo entendió.
†
La caída de la nieve ya no me causaba paz, ni siquiera un poco. Ahora, todo lo que podía sentir era desconsuelo. Desconsuelo y soledad. Una que parecía expandirse y, por momentos, también retraerse. Todo, tanto dentro como fuera de mi cabeza, daba la sensación de contradecirse constantemente. No era suficiente el martirio de vivir con voces y sombras a su alrededor, sino que también se sumaba la confusión. Una profunda y oscura confusión. Me sentía ciega, sorda y, algunas veces, también muda.
De alguna forma, la última asustaba más.
Alessandro me seguía mirando en silencio hasta que, con aquella elegancia que lo seguía rodeando, se levantó y avanzó hacia mí. A pesar de que lo hizo lento, hasta las huellas que dejaba detrás se veían seguras de sí mismas. Entonces, deteniéndose a un metro de donde me encontraba, extendió una mano mientras la otra la tenía escondida tras la espalda. Sin razón, aquello causó cierta desconfianza en mi interior. Y, al parecer, el ceño fruncido e incomodidad que expresé por ella se notó, puesto que su dueño dejó caer a la mano escondida a su costado. Visible, segura, casi confiable.
Miré ahora la que mantenía extendida hacía mí.
—Vas a resfriarte, Adeline —dijo.
Y allí estaba de nuevo. Ese toque invisible que me recorría el pecho, la sensación de vértigo a pesar de que podría estar en el suelo y que, magnánimamente, me hacía sentir al menos un poco mejor conmigo misma. Respiré profundo y, cuando las yemas de mis dedos rozaron apenas la palma de su mano, el choque abrupto de sensaciones distintas y —como todo hoy— contradictorias hizo que me detuviera. Lo miré directamente a los ojos, los cuales habían adquirido un tono mucho más oscuro.
Supe que él también lo habia sentido.
—¿Qué haces aquí? —de nuevo, las palabras solo brotaron.
—Es muy pronto para darte esa respuesta —dijo, y la desazón cubrió su voz por completo.
Algo dolió dentro de mi pecho y me encontré parpadeando excesivamente para evitar mostrar las lágrimas que querían asomarse. Habia algo irremediable y triste impregnado de la nada en el aire. Algo que entraba con cada inhalación que hacía y se asentaba en mi pecho, poniendo aún más peso del que ya existía. El nudo que creció dentro de mi garganta me impidió decir algo más y solo bajé de la mesa por mi cuenta. En completo silencio y aun con aquella pesadumbre golpeándome el cuerpo, avancé sintiéndome desprovista de toda fortaleza y, cuando estuve bajo la seguridad del techo del pasillo, di una última mirada hacia Alessandro.
Con la cabeza gacha y las manos colgándole sin fuerza a sus costados, la imagen del chico oscuro y enigmático no se vio tenebrosa, con el fondo de ángeles de piedra y decorados con maleza muerta bajo la escasa luz artificial, sino que solo se vio… triste.
Solitaria.
Y solitaria era otra forma de decir en soledad.
†
La mañana siguiente a mi encuentro —extraño encuentro— con Alessandro, decidí que no debía darles demasiadas vueltas a las palabras que alguien que apenas conocía y en quien jamás confiaría decía. Y más si era con aquel aire altivo y misterioso que Alessandro le habia puesto a sus palabras. Como si quisiera dar a entender que solo él, y nadie más que él, tuviera las respuestas de las preguntas que todo el mundo expresaba.
Ególatra, e idiota.
Incluso infantil.
Por esa razón, tomé la iniciativa de volver a tomar las riendas de mi rutina y, además, comenzar a ser una mejor ayuda para que Rossy se adaptase. Cuando la encontré sentada en un banco en uno de los solitarios pasillos de Gellicut —puesto que todo el mundo estaba desayunando— me acerqué hasta que logré captar notas de una canción que hormigueó un punto dentro de mi pecho. Guiada por la suave voz y las palabras que la pelirroja profesaba, mis pasos se ralentizaron hasta el punto de dejarme detenida en medio del pasillo.
Algo nostálgico y triste se removió en mi corazón y luego en mi mente, una caricia que hacía hormiguear por donde pasaba, una voz que entonaba, al igual que mi nueva compañera, una canción de cuna vieja.
—Dulce cordero, donde estas.
«De la noche no temerás.
«Pues solo es oscuridad.
«Y sus sombras daño no te harán.
Y continuaba…
—Dulce cordero, sal de ahí.
«No podrás huir de mí.
«No te intentes esconder.
«Pues desde mi abismo te encontraré.
De nuevo, ese algo rascó las paredes de mi memoria. Y a mis ojos llegó el flash de un recuerdo, de un rostro que me observaba con una sonrisa tímida a la par que resplandeciente. Lentamente, el presente fue desapareciendo para solo dejar espacio al recuerdo.
—Ya puedes dormir, Adeline —habia susurrado mi madre hace demasiado tiempo, acariciando mi cabello de una forma que llegaba a adormilarme.
Pero seguía sin dejar irme por completo. El sueño, tan lejano, trataba de alcanzarme en vano. Porque sabía que, si cerraba los ojos y dormía, ellas atacarían. Y ya no podía…
—Todo estará bien, mi niña —insistió.
Entonces Rossy levantó la mirada de golpe, encontrándome en medio del pasillo y siendo, abruptamente, el interruptor que hacía a la realidad —al presente— mucho más tangible, alejando de un empujón violento al recuerdo. Y yo, parpadeando repetidamente, traté de esconder la expresión de desasosiego que sentía tanto por dentro como por fuera. Porque allí, rodeada de esas paredes de madera desnuda, pasillos oscuros y ventanales grandes e impresionables, no habia tenido un buen recuerdo hacia demasiado tiempo. Y aquel, el que me habia mostrado la imagen de una madre dulce y atenta, era el primero.