El Despertar I

|Capitulo nueve|

|El susurro del desespero|

La nevada de la noche anterior habia creado una nueva capa blanca sobre toda la explanada. El frío, crudo e insensible, se colaba por los recovecos ocultos en las sombras e impregnada todo y a todos. Como un antiguo miedo que resurge de la nada, como un viento frío que derrumba un castillo de cartas, las sombras se elevaron aquella noche para oir lo que dos viejos amigos tenían que decir.

Con un pasado que se arrastraba con ellos y una tragedia que ni siquiera era el comienzo. Porque era parte de una historia diferente, una que carecía de relevancia. Al menos, por el momento.

Acompañados por el sigilo y la oscuridad, separados por eternos pasillos que aún hacían oir el eco de los pasos que se dieron a través de ellos durante el día, tanto aquel que todo lo ve y el que fue maldecido acortaron las distancias en el camino. Secretos susurrados sin palabras, futuras amenazas, solo unas cuantas palabras expresadas. El universo se había encargado de volver a ponerlos en el mismo camino, y ellos estaban dispuestos a aprovechar aquella pequeña ventaja bienaventurada.

—Aún es pronto.

—Es el momento perfecto.

Ambos jóvenes se miraron en silencio y, mientras el primero de ellos aún guardaba dudas en su interior, el otro contaba con una oscura y pesada determinación. Porque el tiempo, tan relativo, maleable y con tendencia a perderse, solo era un pequeño factor por lo que estaba por venir. Lo que realmente importaba, eran las llegadas. Eran aquellos que, después de tanto tiempo, han vuelto a dar la cara. Algunos con planes más siniestros que otros.

—¿Qué has visto? —preguntó el determinado.

Y el dudoso respondió.

—Demasiadas posibilidades, demasiados caminos, demasiadas posibles pérdidas que no…

—Puedo cambiarlo.

Pero el dudoso, como no, lo dudaba. Qué destino era aquel que le deparaba el universo, qué caminos deberían tomar para no ser descubiertos o, incluso, destrozados. Aun no podían echar a correr, las cadenas que los sujetaban eran demasiado fuertes como para ceder ante una voluntad que venía y se iba como el agua en el mar. Era demasiado pronto, y él lo sabía. Ambos lo sabían.

No obstante, y si de algo se caracterizaba su viejo amigo, era el de ser impaciente.

—Has esperado todo este tiempo, puedes esperar un poco más —increpó el que dudaba, o el que tenía los pies en la tierra más bien, esperando que la seriedad y determinación en su rostro lograra convencerlo.

—Si esperamos, será demasiado tarde.

—No confía en ti —le espetó aquel que todo lo veía, comenzando a perder la paciencia. Dos pasos hacia atrás, una mirada encendida por el enojo y, a su vez, apagada por el cansancio —. Y yo tampoco.

La mirada del determinado vaciló un momento, adquiriendo un poco más el tono oscuro de las sombras a su alrededor. Determinado, sí. Pero también habia algo en él que resultaba inestable. Y era aquello que protegía y odiaba a la vez con tanto empeño.

Dándose media vuelta, aquel que todo lo ve comenzó el camino de regreso a su morada. Aquella esporádica reunión le habia dejado con un sabor amargo y horrendo en la boca del estómago, la sensación de un vacío que se parecía al hambre, pero que tampoco te permitía meter siquiera aire. Guiado por los años de experiencia, sorteó pasillos y atajos que lo llevaron sin ser visto.

O, al menos, no por los mortales de aquel lugar.

Porque mientras él avanzaba por la oscuridad, todas ellas mantenían la mirada en su marcha. Oyendo, esperando, leyendo las expresiones de un joven cuya tarea habia comenzado hacia tanto. Solo una de ellas, la más fuerte y la más antigua, se atrevió a ponerse frente a él. Y este, impávido y cauto, preguntó sin ánimos de oir la respuesta. Porque ya la sabía.

—¿Qué intentas obtener aquí?

La sombra, hecha carne y hueso y sangre, solo sonrió con un brillo feroz y peligroso asomándose en sus ojos.

†Adeline†

 

Hace semanas no tomaba mis pastillas como correspondía, pero eso no quería decir que pudiera dejar de ir a buscarlas. El resto del mundo parecía quedarse más tranquilo cuando los inestables como nosotros parecíamos seguir sus reglas y estar bajo control. Por eso, ahora el camino a la enfermería se me hacía demasiado corto como para disfrutar un momento en donde todo a mi alrededor era silencio. Con todos en sus respectivas clases, los pasillos de Gellicut adquirían aún más aquel toque oscuro y tenebroso que lo caracterizaba en invierno. Y también el resto del año.

Un ambiente ideal para que ellas tomaran el control de lo poco que me quedaba.

Cuando llegué hasta la enfermería, la hermana Rita ya estaba esperándome en la puerta. Después de todo, ella me habia hecho llamar. Era la razón por la cual Winston me hubiera dejado salir de su clase.

Y de su vista.

—Buenos días, Adeline —saludó, sin su habitual sonrisa.

Ante la falta del gesto, tanto ellas como yo notamos la advertencia en el aire. Una especie de sexto sentido que las acompañaba y que, en ocasiones, me beneficiaba. Hoy era un día de esos.

—Hola —fue todo lo que dije, intentando ver más allá de la expresión de piedra que mantenía.

Inusual en alguien que, muchísimas más veces de la que quiero admitir, ha apretado mis mejillas desde que era una niña y regalado dulces que no se nos permitían. La seguí en silencio, notando sus hombros tensos y encuadrados. Los míos parecían estar igual, además de un pulso que mantenía un ritmo bajo solo para guardar las apariencias. Pero que, si llegaba a dejarlo ir, correría como alma a la que persigue el diablo. Dentro de la sala, esperaban hablando más animados el padre Gregorio y la hermana Catalina. Esta última, sí que me sonrió.




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