|Quid pro quo|
†
Solo recuerda que todo tiene una compensación, así como también una consecuencia.
†
†Josephine†
Las cosas no se sienten bien.
Desde hace mucho tiempo dejaron de hacerlo. Busqué por todas partes una razón para creer que solo era yo, pero me bastaba con mirar a mis amigos para saber que no era cierto. Que no era solo yo. Los problemas de Ada y Leandro parecían solo incrementar y la tensión en cada desayuno y almuerzo seguía aquel mismo ritmo.
Es como si, de alguna manera, lo supiéramos.
Que todo estaba mal.
Que no era igual.
La pregunta, ¿en qué momento cambió? Y quisiera tener la respuesta, pero carezco de ella.
La lapicera se desliza con una facilidad fascinante sobre la hoja, escribiendo un estúpido poema para la clase de Literatura. Ahora, podría estar evitando tantos rayones si tuviera cierta ayuda, sin embargo, Ángel me odia.
Pero que le den.
Llevo aquí casi todo el día, evitando a mis amigos solo porque no quiero soportar sus preguntas y sus miraditas, así como la presencia de cierto rubio que, en estos momentos, cuenta con mi desagrado. Me pregunto si así se sentiría Ada cada vez que la hostigamos de tal modo. Y si lo es… entiendo que pude ser una espina mucho tiempo.
Suspiro cuando una sombra se interpone entre la lámpara en la pared y mi mesa de la biblioteca. No me sorprende cuando Michael se sienta frente a mí y me observa serio. Tiene el labio partido… cortesía de Ángel Matarazzo y yo no me siento ni un poco mal por ello. Él se lo buscó, porque dudaba que fuese tan estúpido como para no notar la furia que emanaba cada poro del ser de mi amigo.
—Vete —espeto.
—Me lo debes, Phin. Hicimos un trato —me lo recordó, como si ya no me arrepintiera a cada segundo de ello.
La forma en que una pequeña mala decisión afecta tu vida es casi patética, te hace querer ser perfecta… o no serlo. De la segunda forma, no sufrirías demasiado si cada movimiento que haces resulta en algo peor. Te acostumbrarías, lo aceptarías y seguirías. Pertenezco a ese grupo, de la clase de personas que prefiere que nadie espere nada de ella, para así no tener que lidiar con aquella clase de presión social.
Fruncí los labios y me incliné sobre la mesa, acercándome a él. Pude odiar con suma facilidad la sonrisa socarrona de su rostro. Si tan solo me atreviera a borrarla a golpes…
—El trato era que me darías esas pastillas a cambio de un favor, uno normal y simple —siseé, enardecida por dentro y por fuera —. No esto que pides —añadí, asqueada.
El morbo de las personas no tiene límites, o tal vez es que algunas personas no llegan a ponérselos. Pero pensar que una institución mental que se rige por una religión que ha sido misógina y machista desde el comienzo de los tiempos no tendría aquella clase de basura… ¿en qué mundo imaginario viven? ¿de dónde sacan tantas estúpidas ideas? El mundo se pudre y no existe lugar en donde aquella putrefacción no alcance.
O tal vez sí exista, pero porque no está contaminado con la presencia de los humanos.
Horribles e insensatos humanos.
—Si creíste por un momento que arriesgaría mi pellejo en estos tiempos solo por apuntes o exámenes hechos, Josephine, déjame decirte lo idiota e ignorante que eres —dijo en un tono bajo, enojado, evitando llamar la atención de los otros pocos alumnos que se habían refugiado aquí para esperar la cena —. Solo vamos a divertirnos, deja ya la máscara de niñita dulce e inocente que le muestras a tus estúpidos amigos y admite que, en el fondo, también lo deseas.
Tomó mi mano por sobre la mesa y la apretó, demasiado. Michael, para ser un chico de quince años, era más grande y más fuerte de lo que debería. Y yo tuve que evitar demostrarle lo que sus palabras causaron en mí. Asco, náuseas, miedo. Miedo como el que sentí el viernes, cuando Ángel lo descubrió por primera vez, o el domingo en la tarde, cuando le causó aquel labio roto al chico frente a mí.
—¿Acaso quieres que te rompa el resto de la cara? —amenacé, ocultando un temblor en mi voz —. Suéltame ahora o gritaré.
Tiré de mi mano en vano, ocasionando nada más que apretara y me hiciera más daño. Un nudo apretó en mi garganta cuando mostró otra sonrisa torcida. Podrida. Con su mano libre, intentó alcanzar mi rostro por sobre la mesa, pero logré echarme hacia atrás.
—Si lo haces, te condenas a ti y a tu querida amiga Adeline. Dime, hermosa Phin, ¿qué pensará el padre Joaquín cuando le cuente lo que me has pedido? —mi corazón se apretó dolorosamente y la rabia, impotencia y miedo hicieron una combinación extraña y horrenda dentro de mí. Y, lastimosamente, Michael lo vio —. Sé que solo te resistes ahora, pero al final me darás lo que quiero.
—O tal vez enserio no quiere jugar con un niñito —expresó una voz en su espalda.
Ambos nos apartamos de golpe y mi corazón pegó un doloroso salto cuando me encontré con una mirada que apenas conocía. Lo habia visto, sí. Pero jamás he tenido que ser objetivo de su atención. No como otra persona que conozco muy bien.
Tragué saliva, temblando, cuando vi un brillo perverso y divertido dominando los ojos verdes de Alessandro Moretti. Si fuese yo a quien estuviera mirando, ya hubiese corrido y escondido en alguna parte de este internado. Pero Michael, como todo ser masculino que creía en su poder en el reino animal y social, solo se levantó y cuadró los hombros, amenazante. Y yo siempre creí que de verdad lucía de aquel modo, que de verdad daba miedo, pero resultó patética la forma en que toda aquella ilusión se desvaneció junto a la imagen de un chico un poco más alto, delgado y con un semblante que pululaba entre lo aburrido y decepcionado.
—¿No te enseñaron a no escuchar conversaciones ajenas?