El Despertar I

|Capitulo veinticinco|

Oscuridad|

†Leandro†

—¿Beca te dijo algo? —ni bien abro la puerta de su cuarto, su voz me llega y lo veo levantarse de su cama con rapidez.

Se le nota turbado, y con razón. Alessandro me miró, desesperado, esperando a que abriera la boca y le dijera lo que habia averiguado. Hice una mueca.

—No pude verla —dije, aunque eso era bastante obvio. Habían recluido a Adeline a su habitación y, en las dos clases que compartimos esta mañana, la hermana Catalina se la había llevado tan rápido que apenas siento que sucedió —, según Beca estará castigada una semana. Solo puede ir a sus clases y tú… bueno, no estarás en ellas.

No le habían dado el mismo castigo, pero él no podría asistir a las clases y, en cambio, ayudaría al padre Gregorio en la iglesia. Además, y a diferencia de mi amiga, a Alessandro no lo habían golpeado como si fuese una paria.

—Hay más —supo él al notar el dolor traspasar mi cara —. Leandro, dímelo todo. ¿Le hicieron algo? ¿¡la tocaron!? —cuestionó en un grito, acercándose a mí como un toro enfurecido.

Levanté mi mano y sujeté las suyas antes de que llegaran a las solapas de mi saco, empujándolo. Fruncí el ceño.

«No era momento de perder el control» gruñí en mi mente y él, captándolo, se obligó a calmarse. Sabía lo que le sucedía, lo que lo estaba hostigando además de lo sucedido con Ada, lo que no sabía era cómo ayudarlo si lo que más temíamos sucedía. Así como tampoco sabía si era necesario decirle lo demás, a sabiendas que solo se alteraría aún más, alimentando a su oscuridad.

Lo conocía y conocía aquello que lo acompañaba. Lo había visto en sueños, en visiones y, incluso, en las esquinas de las habitaciones. Lo sentía cada vez que se acercaba a mí y, por esa misma cuestión, lo habia reconocido ni bien llegó a este lugar maldito. Porque, a pesar de que todos nos encontráramos en la misma situación, era fácil reconocer quien estaba peor.

Mucho peor.

—Leandro… —suplicó.

Supe que no podría mentirle.

—La madre superiora la golpeó —solté.

Y el cambio fue inevitable.

La oscuridad en sus ojos, el venenoso aire que lo impregnó todo y la forma en que todo su ser se teñía de negro… se sintió como si miles de cuchillas se hincaran en mi interior, retorciéndose y hundiéndose aún más peor. El aire se me atascó en la garganta y Alessandro se quedó quieto, tenso. Podía imaginarme a su cabeza creando miles de escenarios donde los culpables, todos ellos, pagaban el precio de una forma horrible y cruel. Perturbadora. Y sabía que no era él. El Alessandro que conocía solo vivía para una cosa.

Y era para alabar a la criatura que lo salvaría.

Mi amiga.

—Debes mantener la calma —le recordé y solo recibí furia, odio —, estamos cerca.

Entonces, en la noche, todo terminaría.

Lo que temía era que las cosas salieran exactamente como las veía.

—Esto es culpa de tu hermano —siseó, queriendo acercarse de nuevo. Di un paso hacia atrás, a sabiendas de que, si me atacaba, yo no podría hacer más que gritar e intentar contraatacar. Y no quería, no podía —, si él no se hubiera metido…

Quise defenderlo, pero sabía que tenía razón. Desde el principio de los tiempos, la cabeza de Andrew Matarazzo solo funcionaba de una manera. Y era quedarse con lo primero que veía. No daba lugar a segundas oportunidades, siquiera pensaba bien antes de actuar. Sí, era valiente, responsable y leal. Pero si habia un defecto que destacar, era su cabezonería e impulsividad.

 —Te ayudaré —dije, despacio —. Esta vez de verdad.

Vi duda, pero también vi esperanza.

—Adeline es la razón de mi vida —reiteró dando un paso hacia mí —, si ella me dejara…

…pero, sobre todo, en sus ojos predominó el odio impulsado por el miedo. Por el dolor de perder lo único que, en el mundo, necesitabas.

Amabas.

Podía sentirlas.

Podía escucharlas susurrar.

¿Así es cómo se sentía? ¿así es como Ada las veía? Un embrollo de sombras que se despegaban y te rozaban, dejándote un rastro frio más allá de la piel. Sus susurros, ininteligibles, te rodeaban y ahogaban en un mar tempestuoso y morboso. Uno en donde tus peores demonios tomaban el control de todo. Y mientras un final ya hecho se pasaba frente a mí, yo intentaba buscar las brechas que existían en la imagen.

«Nada está sellado» me recordé.

Todo, absolutamente todo, puede cambiarse.

«Excepto la muerte» sonrió una de ellas, causándome un estremecimiento.

Cuando sentí su tacto frío en mi pecho, quise vomitar. Sin embargo, me mantuve quieto. Sereno. No podía dejar que me alcancen, no podía dejar que me arrebaten la oportunidad. Hundido en aquella vieja tina, con la imagen de un techo oscuro y con tintes rojos a causa del fuego de mi memoria distorsionados gracias al agua, lo único que podía permitir era la llegada de las causas. Las cuales, una detrás de otra, modelaban como un conjunto de opciones que, viables o no, pasarían en algún punto. Y quería ser positivo y pensar que teníamos las de ganar, pero mentiría. Me engañaría a mí mismo y, a la vez, a lo que veía.

«Las ilusiones y las visiones podían llegar a confundirse y mezclarse, y adivinar cuál era cual nunca resultaba sencillo».

Ni divertido.

Más bien, era doloroso. Porque la mayoría de las veces las ilusiones terminaban siendo aquellas en donde teníamos las de ganar, en donde nos veía triunfar.

«Todo puede cambiar» volví a recordar y cerré los ojos.

La temperatura del agua descendió aún más, mi cuerpo se hundió por completo y mi espalda chocó contra el suelo de la tina. Estaba hecho, no habia marcha atrás. Ahora solo me quedaba verlo. Ver el momento del despertar. Y, al ascender, el olor a humedad y encierro de la habitación me invadió y dominó. Ahora, estaba desnudo en alma y mente ante ellos, dejándome a merced. Y era un riesgo que debía correr. La vi allí, justo en medio, con los ojos pasmados por el miedo y la sorpresa hacia lo que estaba viendo.




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