—¡Te he dicho que vas a ir! —brama la voz de mi madrastra, tan filosa como una daga oxidada, hundiéndose sin piedad en mi piel. Cada palabra es un golpe invisible que desgarra lo que queda de mí—. ¡No eres nadie! ¡Una bastarda inútil! ¡Al menos haz algo con tu existencia patética y ve a esa academia!
—Ma... madre... —musito, mi voz temblando como una vela a punto de extinguirse, intentando sostener su mirada por un segundo.
Pero no alcanzo a terminar. Su mano ya ha cortado el aire como un látigo y se estrella contra mi mejilla con un golpe seco y brutal. El impacto me lanza hacia un costado, haciendo que mi visión se nuble por unos instantes. El ardor se esparce por mi rostro, como fuego líquido que me marca, pero lo que realmente me arde es el miedo. Un miedo antiguo, persistente. Un miedo que se ha arraigado tanto en mi pecho que ya no me deja dormir.
—¿Cómo te atreves a llamarme así? —escupe, su rostro deformado por la ira, la boca convertida en un pozo de veneno—. ¡Soy tu emperatriz, maldita! ¡Tu madre está pudriéndose en el infierno!
Antes de que pueda siquiera reaccionar, me agarra del cabello y hala con tal fuerza que siento un chasquido en el cuero cabelludo, como si algo se rompiera por dentro. Grito por dentro, un grito mudo, ahogado. Por fuera solo tiemblo. Siempre tiemblo. Me enseñaron que hablar es peligroso, que llorar es rebeldía. Que vivir... es un castigo.
—L-lo siento... —mi voz se rompe, como mi alma. Apenas logro articular esas dos palabras.
Pero ella no se va sin su ritual. Otra cachetada. Más fuerte. Más cruel. Un recordatorio diario de mi condición. Un recordatorio de que soy menos que nada.
Y eso... eso es solo un día normal.
¿Quieres saber cómo son los malos días?
No. No quieres.
Afuera, todos sueñan con coronas, vestidos bordados, banquetes y bailes bajo candelabros brillantes. Sueñan con ser princesas. Con el amor de un padre, el calor de una madre, el brillo de una vida en un palacio.
Yo tengo una prisión con columnas doradas.
No tengo familia. Tengo carceleros.
No tengo nombre. Solo apodos: “La desdichada Ivery”, “La sombra sin luz”, “La inútil”.
¿Mi padre?
Un cobarde cegado por el amor a una víbora. Me vendió al monstruo que duerme a su lado como si yo fuera una prenda vieja. Como si no llevara su sangre.
¿Mis hermanastros?
Bestias sin piel humana. Disfrutan mi sufrimiento. Yo soy su presa favorita. Su entretenimiento en las noches vacías.
¿Sirvientes?
Sombras sin alma. Algunos, incluso peores que mi madrastra. A veces creo que compiten entre ellos para ver quién logra quebrarme primero.
Tras la paliza, me obligan a limpiar los pasillos del palacio. Aún con la mejilla hinchada y los cabellos enredados por los tirones, me arrastro hasta la despensa donde se guardan los implementos de limpieza. Cuando extiendo la mano para tomar el balde, una sirvienta —Alta, de ojos fríos como el hielo, con el alma hecha de hierro oxidado— me agarra por el cabello y me empuja contra la pared.
—¡Perra inútil! —escupe, sus palabras bañadas en desprecio.
No digo nada. Solo bajo la cabeza. Me dejo hacer. ¿Para qué resistirse? Aquí no tengo voz ni voto. Aquí no soy más que un fantasma que respira.
Cuando por fin se marcha, dejo que mis dedos tiemblen un momento antes de aferrarse al balde. Camino por los corredores arrastrando los pies, como si cargara grilletes invisibles. Me detengo frente a la gran escalinata de mármol blanco. Tantas gradas que me marean solo de contarlas. Respiro hondo, flexiono las rodillas y empiezo a fregar.
Cada peldaño lo limpio como si me fuera la vida en ello. Porque, en realidad, me va. Si dejo una sola mancha, si dejo una mota de polvo, los golpes no se harán esperar.
El agua jabonosa enfría mis manos hasta volverlas entumecidas. Los músculos me duelen. Las rodillas me arden. Pero no me detengo.
El sol va cayendo mientras paso al siguiente tramo. El cielo se tiñe de un naranja melancólico, como si el día muriera lentamente. Mis movimientos se vuelven más torpes, más apresurados. Me estoy quedando sin tiempo.
Termino los últimos escalones y me dirijo a los pasillos del ala norte. Son inmensos, parecen infinitos, como si se burlaran de mí. Sigo fregando, empapando el trapo una y otra vez. Las losas brillan, pero yo cada vez me siento más apagada.
Cuando por fin termino, el cielo ya es violeta y las primeras estrellas comienzan a asomar. El cuerpo me pesa como si tuviera toneladas sobre los hombros, pero aún me falta. Aún debo ir a la lavandería.
Camino con paso trémulo, bajando la cabeza para que nadie más se fije en mí. Al llegar, me reciben montañas de ropa sucia. Montañas. Ropas pesadas, algunas llenas de barro, otras apestando a perfume y arrogancia.
Mis dedos ya no sienten el agua. El jabón se ha metido en las heridas abiertas y arde como si me quemara por dentro. Pero sigo. Froto. Enjuago. Froto. Enjuago. Repito hasta que mis brazos duelen más que nunca.
Cuando termino, la noche ha caído por completo. Apenas puedo tenerme en pie. Las piernas me tiemblan, los pies me sangran en algunos puntos, pero no digo nada. No lloro. No me quejo.